viernes, 17 de junio de 2011

MARTOS, II



El crimen fue en Palencia.

Alguien mató al favorito del rey.

El monarca, implacable y fulminante,

encontró unos culpables.

Los caballeros fueron detenidos en Medina del Campo

y llevados a la fortaleza de la peña de Martos,

la fortaleza que ellos comandaban,

donde les aguardaba el soberano.


De nada les valió proclamar su inocencia.

El monarca no estaba dispuesto

a revisar su terrible sentencia.

En lo alto de la peña, les aguardaba la jaula de hierro.

En su interior, grandes púas como espadas

apuntaban al corazón de quien entrase en ella.


Los dos hermanos entraron en la jaula-ataúd

igual que tantas veces habían acudido a la batalla

para servir a su soberano:

con la certeza de que la vida terrenal no vale nada;

se la habían jugado muchas veces a un solo envite;

esta vez habían perdido sin jugar.

Habrían preferido la muerte en el campo de batalla,

la muerte para la que se habían preparado,

la muerte que les correspondía.

Pero el rey había decidido convertirse en Destino

y había ideado aquella mortal rueda de la Fortuna

hacia la que se encaminaban los hermanos,

escoltados por sus compañeros calatravos.


Tras el tremendo Emplazamiento al rey,

entraron en la espantosa jaula

por su propio pie, recordando

que hacía mucho que habían puesto sus vidas

sobre el tapete de juego,

pero que el trato había sido otro,

el trato había sido una muerte de caballero.

Ahora el soberano cambiaba

la regla fundamental del juego,

modificaba el pacto injustamente.


El rodar de la jaula peña abajo estremeció la campiña.

Ensangrentada rueda, la jaula cayó peña abajo,

haciendo de los altivos caballeros de capa blanca

guiñapos de carne destrozada.


Sigue cayendo.

Todos los días, sigue cayendo.

Los golpes del hierro contra las peñas

siguen retumbando hasta el horizonte.

Jirones de carne salpican los arbustos.

Todos los días se repite la escena espantable.


Y por eso aquí no crece nada.

Porque esta tierra está sobrecogida.

Porque la tierra tiembla todavía

con los golpes de la tétrica rueda.

Porque el sol inclemente

sigue pudriendo los hilachos de carne

que cuelgan de las rocas.





Nunca crecerá nada.


La peña permanecerá árida, desolada,

empapada de sangre, pavorosa.


El rey, satisfecho su afán de venganza,

cabalga hacia Alcaudete,

a la batalla a la que habrían deseado acompañarle

los dos ejecutados.


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