domingo, 17 de julio de 2011

SANTA ELENA





Un camino solitario
lleva al campo de batalla.
Entre árboles y peñas.
Un campo ahora pacífico
pero en el que, si se presta atención,
aún puede oírse el entrechocar de espadas,
los gritos de los hombres, los relinchos de los caballos.
El lugar permanece inviolado.
La sangre ha alimentado
el crecimiento de la vegetación protectora
para hacer de éste un enclave sagrado.
Durante siglos, la sangre no ha dejado de manar;
corre, subterránea, por la tierra salvaje,
se mezcla con el agua de los arroyos,
se filtra en la rocas
levantando aquí un templo invisible,
un templo fastuoso,
un templo-mausoleo
de sillares amasados con sangre.
Para verlo
hay que entrenar el espíritu,
hay que recorrer a pie un largo camino.
Porque hay lugares que sólo pueden verse
si se llega a ellos
a través de senderos de peregrino,
a través de senderos que proporcionan
la preparación necesaria,
la enseñanza.
Un camino difícil
y un corazón dispuesto
son condición imprescindible
para llegar a algunos sitios.
De lo contrario, en los enclaves mágicos
no veréis nada,
veréis sólo un lugar como tantos.
Pero aquí está el templo
de paredes amasadas con sangre.
Aquí están las voces terribles.
Aquí la lucha a muerte.
Aquí el inmenso ejército
llegado de tierras lejanas.
Aquí, el sentido de las largas jornadas
por la ardiente estepa.
Aquí siguen llegando, jinetes y peones,
reyes, caballeros, obispos,
aquí siguen blandiendo sus armas.
Lejos,
en una pequeña iglesia de Vilches,
en una olvidada capilla,
alguien quiso hacer un minúsculo altar
con unos pocos restos.
En la iglesia del pueblo, alguien quiso
preservar el recuerdo, construir el símbolo:
un trozo de la tienda del enemigo,
una cruz, una lanza, una bandera...
Escasos fragmentos de memoria
sometidos a la inclemencia del olvido.
Escasos fragmentos revestidos
de melancolía.
El auténtico templo está en otro sitio,
está entre los montes,
en el lugar peligroso,
todavía, hoy, peligroso,
allí los fieros guerreros siguen alertas,
allí la sangre sigue manando,
mientras en el pequeño altar cubierto de polvo
crece el olvido.

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