miércoles, 10 de agosto de 2011

CAZORLA, II


El monasterio se halla lejos,
apartado de todo,
entre montañas.


El camino es estrecho y empinado,
como son los caminos auténticos.
Un camino que enseña,
que limpia y vigoriza,
que afina el espíritu.
Un camino que prepara
para ver lo invisible,
para oir lo inaudible,
para aprehender lo inasible,
para entender lo incomprensible.
El camino es un ascenso a la montaña.
El valle, la miseria cotidiana,
va quedando abajo.
El espíritu asciende y se libera,
se va embriagando
de libertad.
En el valle va quedando la tristeza,
van quedando las obligaciones, las ataduras,
va quedando el sinsentido.
La libertad está lejos de todo,
en lo alto,
tras un largo y estrecho camino.
Abajo, en el valle, queda la amargura,
abajo quedan los demás.
Arriba está la soledad que hace libre,
la soledad que reconforta.


Bordeando y ascendiendo
el cerro de Salvatierra
por senda pedregosa
se accede al monasterio
de forma inesperada.
De repente, aparece el monasterio,
con aspecto de fortaleza
en el linde con la sierra.
Resguardado
tras unos cortados de piedra
que lo aíslan de los aires del norte.
Gruesa mole caliza cimienta el edificio,
construido en parte sobre roca viva.
Lo cubre la misma roca en que se asienta
y algunas dependencias se encuentren dentro de la piedra
como cuevas.


Aquí está, el místico monasterio,
el Desierto de Montesión,
sagrado retiro.
Olvidado y misterioso.
Perdido y aislado.
Sobrecogedor, emocionante.


El tejado del porche se ha hundido
El lugar se deteriora.
En la cripta, profanada,
todavía quedan restos humanos.
En cada planta hay varias celdas angostas,
propias para la vida de ermitaño.
Todo orientado
para recibir el máximo de luz durante el día
y una visión mágica de la montaña.


En lo alto,
colgado de una hendidura en la roca,
escondido,
está el monasterio,
casi abandonado.
De la comunidad monástica
ya sólo queda un monje.
Un hombrecillo huraño,
deshabituado al trato social.
Aquí vive, aquí reza el hermano Antonio,
en la más absoluta soledad.
En este lugar tan parecido al paraíso.


Este edificio en ruinas
perteneció a la orden de San Pablo y San Antonio Abad,
una orden de duros ermitaños.
Disuelta hace unos años,
sus miembros se integraron en la orden franciscana.
Todos menos el hermano Antonio,
último representante de los ermitaños de San Pablo.
Este edificio en ruinas está habitado
por Antonio Rodríguez Roldán,
el hermano Antonio.
Cuando, hace unos años,
la Iglesia disolvió la orden,
el hermano Antonio se negó a abandonar la abadía,
y aquí quedó, olvidado, relegado, solo,
único morador del monasterio.
Este hombrecillo nacido en Granada
llegó aquí muy joven.
Ha llevado aquí una vida de castidad y ayuno,
de flagelación y renuncia,
de disciplina y sacrificio.
Desconoce la sociedad actual.
Es un superviviente de otro tiempo,
de otro modo de entender la vida.
Hoy es un anciano
que vive aislado en la abadía ruinosa,
último representante de una orden desaparecida.
El último ermitaño.


Éste es un lugar duro y hermoso,
de difícil acceso, batido por el viento,
por la nieve y el sol;
pero es, sobre todo,
el lugar de la libertad.
El lugar donde las normas humanas
pierden sentido,
el lugar donde el hombre se encuentra
cerca de Dios.
Por eso los monjes
construyeron aquí su monasterio,
casi colgado en la montaña,
casi oculto,
casi en otro mundo.
Cuando muera el hermano Antonio
el monasterio quedará vacío
para siempre
y el mundo perderá
una de esas pequeñas puertas abiertas por los hombres
para conocer.


Éste es un sitio hermoso y terrible,
como lo es la libertad.
Un sitio en el que despojarse de todo
y asomarse al abismo
y entender
que la mayor parte de las cosas
en las que nos ocupamos a diario
no tienen sentido,
que tendríamos que abandonarlo todo
y retirarnos, como este hombrecillo arisco,
a un lugar hermoso y solitario,
en compañía de las calaveras
de los que nos precedieron en la búsqueda.

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