viernes, 24 de febrero de 2012

SIMAT DE VALLDIGNA


La fundación de monasterios era, para los reyes,
un medio de consolidar la tierra reconquistada.

Así lo fue para Jaime II,
hombre culto, religioso y austero,
nacido en el Palacio Real de Valencia.


En 1297 Jaime II donó al Cister
el valle que desde entonces se llamó Valldigna
(que había sido conquistado por su abuelo Jaime I en 1240)
para la construcción allí de un nuevo cenobio.
Trece monjes llegaron para formar la nueva comunidad.
Su abad se convertía en señor del valle,
de su castillo, sus caseríos y sus alquerías.
El rey le concedió incluso jurisdicción sobre el mar
cinco millas adentro,
y ahí figura, en el escudo del monasterio
una torre sobre las olas del mar,
como símbolo de posesión de las aguas.

El cenobio se levantó en el valle,
al pie de la Mola del Toro,
y se organizó como una comunidad agrícola autosuficiente.
Un acueducto le llevaba el agua
desde la fuente de Cirer.


Pronto el monasterio de Santa María de la Valldigna
se convirtió en centro de cultura y poder.
Sus abades disponían de voz y voto en las Cortes Valencianas.
Tuvo propiedades en Valencia, Játiva, Alcira, Gandía
y muchas otras poblaciones.


En 1396 parte del edificio tuvo que ser reconstruido
tras sufrir un terremoto.

A finales del siglo XV
el abad Rodrigo de Borja (futuro papa Alejandro VI)
encargó la construcción de la sala capitular
a Pere Compte, el artífice de la Lonja de Valencia.
En las claves de su bóveda,
la Virgen, San Benito, San Bernardo,
los abades Rodrigo Borja y César Borja,
los escudos de Valldigna y de la ciudad de Valencia.

En en siglo XVI
también fueron abades de la Valldigna
Luis de Borja y Alonso de Borja.

La zona residencial del cenobio alojó
a Martín el Humano, Alfonso el Magnánimo y Felipe II.

En 1644 otro terremoto destruyó la iglesia
y fue nuevamente levantada.
En las pechinas de la cúpula del crucero,
cuatro escudos representan las armas hispánicas:
las armas de Aragón, Navarra, Sicilia, Portugal y Jerusalén,
las armas de León, Castilla, Granada y Portugal,
las armas de Flandes, Tirol, Brabante, Austria y Borgoña,
las armas del Reino de Valencia, Valldigna y el Cister.


En 1835, con la Desamortización,
los monjes tuvieron que abandonar el monasterio
y comenzó el proceso de expolio y destrucción del monumento.
Partes del mismo fueron vendidas a particulares,
otras fueron derruidas para dedicar el terreno a plantaciones,
produciéndose una terrible devastación de aquel gran centro.
Los sillares de los muros y las losas del pavimento
fueron utilizados como material de construcción.

El coro de la iglesia fue desmontado
y llevado al monasterio de la Zaidía, de Valencia.
Pero en 1936 el monasterio de la Zaidía
fue asaltado y el coro quemado.

Dos grandes óleos que adornaban las paredes del transepto
permanecen en el Museo de Bellas Artes de Valencia.

Los desolados restos de Santa María
fueron utilizados como silo y establo,
como almacén de maquinaria,
como depósito de explosivos...


Del llamado Claustro del Silencio
sólo quedan los vestigios de unos pocos arcos ojivales.


El Palacio Abacial es una ruina.


Del pequeño claustro que distribuía las dependencias del abad
se conservan columnas y arcadas
y el pozo de piedra en su centro.
Sobre este claustro bajo
se elevaba un hermoso sobreclaustro.

Residencia del Canto del Pico

En 1920 este claustrillo fue desmontado
y trasladado en piezas
a la localidad madrileña de Torrelodones,
a la residencia que se estaba construyendo
en la finca del “Canto del Pico”
el Conde de las Almenas, José María del Palacio y Abárzuza.

Residencia del Canto del Pico

En 1991 la Generalitat Valenciana adquirió el monasterio
e inició su recuperación.


En 2003 la Generalitat compró el sobreclaustro.


En 2007 lo repuso en su lugar original.













Hoy hay fiesta en el antiguo monasterio,
hay música en la iglesia
y gente en el jardín.


Yo me alejo.
Paseo por los campos de naranjos.


El pueblo se halla
en un hermoso valle próximo al mar,
cubierto por el intenso verde de la hoja del naranjo
y empapado por el aroma del azahar.


Paseo por los campos del monasterio
escuchando las voces del coro
que canta en la iglesia.


El día es radiante,
una brisa fresca sacude las flores blancas
de los naranjales,
el cielo brilla inmensamente azul.


El viejo monasterio ha sido destrozado
por el tiempo y los hombres
y los escasos restos emanan
una aguda tristeza.


Recojo una pequeña piedra suelta
del suelo primitivo.


Una piedra redondeada y blanquecina,
suave, humana.


La aprieto en mi mano
buscando en ella el nexo transmisor
que me ayude a ver el pasado.
Y, a través de ella, escucho.


Aquí ya no hay monjes
pero presto atención y, entremezcladas
con las voces del coro,
puedo oir sus pisadas, pisadas blandas
de pies calzados con sandalias.


Esto fue una rica abadía del Císter.


Aquí vivieron esos monjes
de hábito blanco y espíritu orgulloso,
acostumbrados a tratar con nobles y guerreros.


Aquí trabajaron la tierra, aquí rezaron,
por aquí caminaron.


Puedo oir sus pasos quedos
y puedo ver sus sombras encapuchadas,
tan blancas como las flores de los naranjos.


Me refugio en el apartado claustro
con la piedra apretada en mi mano,
escuchando, viendo.


Ya no oigo los cantos del coro
que hoy da un concierto en lo que fuera iglesia,
sino los murmullos de los muertos.


Me siento en el brocal del pozo,
entre columnas blancas como los monjes,
a escuchar los ecos de los rezos
que la piedra ha guardado.


Se me acerca un hombre,
un extraño hombre vestido de blanco.


Me saluda
y me pregunta si este lugar
me trae recuerdos.


No sé qué responder a la enigmática pregunta.
Recuerdos... Quizá sí...
Quizá estoy recordando...


El hombre permanece en pie a mi lado.
Su presencia lo está impregnando todo
de melancolía.


Me habla con voz pausada
de no sé qué.


Comprendo que lo que importa no es lo que dice
sino el triste sonido de su voz,
su presencia.


Al cabo de un rato, se despide
y lo veo caminar entre las ruinas,
blanco, apesadumbrado.


No sé quién es, pero me siento
unida a él por un íntimo vínculo.


Él me ha comprendido,
yo he compartido su pena.


Me quedo sola, con la piedra apretada en la mano.
No sé lo que ha ocurrido, no sé
cuánto tiempo ha pasado.


Estoy sola en el claustro,
el cielo se ha nublado,
el coro ya no canta.


De algún modo,
he visto el interior de ese hombre
y él ha estado en mi corazón.

Y ahora tengo recuerdos que apenas reconozco
y quizá él, allá a donde haya ido
recuerda mi pasado. O mi futuro.
 

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