jueves, 29 de marzo de 2012

VALENCIA. Convento de Santo Domingo. Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza



Convento de Santo Domingo

El cardenal Pedro González de Mendoza,
el Gran Cardenal, el “Tercer Rey de España”,
tuvo varios hijos.
De la misma madre, doña Mencía de Lemos,
dama de la corte de los Reyes Católicos,
tuvo a Rodrigo y a Diego,
los llamados por la Reina Católica
“los bellos pecados de nuestro Cardenal”.
Ambos nacieron en el castillo de Manzanares el Real,
Rodrigo en 1466 y Diego en 1468,
y se criaron en la corte de Isabel y Fernando.
Eran nietos del Marqués de Santillana
y, como miembros del gran linaje de los Mendoza,
llegarán a ser destacados caballeros de su época
y hombres de espada y pluma.


***


Diego Hurtado de Mendoza
luchó en la guerra de Granada
y luego se distinguió en las guerras de Italia,
a las órdenes del Gran Capitán,
destacando en la toma de Mélito (Nápoles),
por lo que se le otorgó el título de conde de Mélito en 1506.


Ante las noticias de sedición en el Reino de Valencia
que llegaban a la corte de Carlos I,
el 12 de abril de 1520 el futuro emperador
nombró Virrey de Valencia a don Diego,
siendo éste el primero en ocupar tal cargo.


El conde tuvo que hacer frente a la rebelión de los agermanados
que en julio de 1521 le obligaban a abandonar la capital.

Quedó al frente de ésta como gobernador el hermano de Diego,
Rodrigo, que ya habitaba en Valencia desde 1514.

Diego retornó con refuerzos, derrotó a los sublevados
y entró en Valencia en noviembre de 1521.
Se mantuvo en el virreinato
hasta la llegada de Germana de Foix en 1523.

Diego se casó con Ana de la Cerda y Castro,
hermana de la que había sido mujer de su hermano.
Nieta suya será Ana de Mendoza, más tarde Princesa de Éboli.
El conde murió en Toledo en 1536.


Unos meses antes de la llegada a Valencia
de la nueva virreina, doña Germana,
había fallecido en la ciudad el hermano de Diego,
don Rodrigo.


***


Rodrigo Díaz de Vivar
fue el nombre que el cardenal don Pedro eligió para su primogénito,
para recordar ante el mundo su pretensión
de que los Mendoza descendían de El Cid.


Brillante soldado en la toma de Granada
bajo el mando de su tío,
«haziendo hechos de famoso capitán,
mostrando en todo el valor de su persona
y la clara sangre de sus mayores»,
en 1492 los Reyes nombraron a Rodrigo
Conde del Cid y Marqués de Cenete
y su padre le regaló un castillo en Guadalajara, en Jadraque.

A petición del Cardenal,
los Reyes legitimaron el mayorazgo de Rodrigo,
lo que convertía al muchacho en heredero de un amplio patrimonio
en tierras alcarreñas, granadinas y valencianas.
Rodrigo se convertía en uno de los principales nobles de su tiempo.

«Su persona fue tal e de tan linda disposición
que ninguno he visto yo tan bien dispuesto,
ni tan galán ni tan agraciado en cuanto hacía,
ni tan pulido y gentil cortesano.
¡Qué afabilidad, qué lengua y qué hermoso hombre!
Y en todo de más extremada ventaja
a todos los otros mancebos de su prosapia.
A pesar de todo esto, era tenido por travieso e mal sesado».

En las celebraciones y fiestas que siguieron a la conquista de Granada
don Rodrigo demostró que no era diestro sólo en el campo de batalla
sino también en las salas cortesanas.
En los solemnes festejos con que la ciudad de Barcelona
quiso honrar al Rey Católico en 1493,
el Conde del Cid deslumbró a los asistentes
por la galanura de sus ropas, por sus originales cimeras
y por su destreza en juegos caballerescos, justas y torneos,
como así puede leerse
en el Cancionero general de Hernando del Castillo.


Joven, afamado, rico, atractivo,
inteligente y bravo, excelente cortesano,
ese mismo año contrajo matrimonio
con la primogénita de los duques de Medinaceli,
cortejada por muchos, Leonor, que acababa de cumplir veinte años.
La alcurnia de Leonor era la más alta.
Su padre era don Luis de La Cerda y de La vega,
descendiente de El Sabio.
Su madre, doña Ana de Navarra y Aragón, llamada “la Señorica”,
era hija natural de don Carlos, Príncipe de Viana,
y éste la había reconocido heredera única del Reino de Navarra.
Como tal, doña Ana había reclamado sin éxito al Rey don Fernando
sus derechos al trono de Navarra.
Así que Leonor podía haber sido reina.

Con ella salió Rodrigo del palacio ducal, de las tierras de Soria,
y con ella se instaló en el castillo alcarreño.
Ella pertenecía a las familias de La Cerda y de Navarra y Aragón,
él era un Mendoza,
sus linajes eran los más altos,
los dos eran queridos por los Reyes,
el mundo era suyo, la vida era una fiesta.
Admirados por unos, envidiados por otros,
rodeados de lujo y agasajos, radiantemente jóvenes.
Pero Rodrigo no tenía bastante.
Una princesa, un castillo de cuento,
amistad con los grandes, tierras, honras...
Pero había otras princesas, otras tierras...
Una sola princesa no era suficiente.

Doña Leonor languidecía tras las altas paredes del castillo
mientras su esposo frecuentaba otros salones,
conocía a otras damas.
La alegría de la boda quedó lejos,
se perdió en el olvido.
Pocos años después del fastuoso festejo,
en 1497, Leonor moría de pena,
sola en los aposentos que su esposo apenas visitaba.


Rodrigo marchó a Italia
para defender los intereses de Aragón en Nápoles.
El Conde volvió a mostrarse tan hábil con las armas
como lo había sido en la vega granadina.

El mundo era grande.
Había muchas princesas.
Él era zalamero en las fiestas,
valiente en los combates,
altivo, impetuoso...
Se hablaba de él en los campos de batalla
y en los salones palaciegos.
En los salones en los que don Rodrigo entró en contacto
con el Renacimiento italiano.
Y con Lucrecia Borgia, con quien, se dice,
el papa Alejandro quiso casar al Conde.

En la agitada Roma de los Borgia
las andanzas amorosas de Rodrigo
se hicieron tan famosas como su pericia con la espada,
y su desenfreno se conoció en Castilla,
provocando el enfado de la Reina Isabel,
que lo estimaba como a un hijo.

Unos años después,
un Rodrigo maduro pero igualmente fiero
regresaba a Castilla.

Plaza de Santo Domingo (hoy Plaza de Tetuán)
Miguel Parra, siglo XIX

***

Paz de las Germanías
Marcelino Unceta y López, siglo XIX

Aquí, don Alonso de Fonseca planeaba unas bodas ventajosas
para su hija María, una niña de catorce años.
Don Alonso planeaba casarla con su primo.

Pero Rodrigo conoció a María de Fonseca y Toledo
y supo que aquélla era, por fin, la princesa
entre todas las princesas.
Y ella, tras haber visto a Rodrigo,
no quiso que le hablaran de ningún otro hombre.

Convento de Santo Domingo

María era una niña.
Rodrigo era más de veinte años mayor que ella.
Un hombre famoso por sus escándalos
y por sus proezas.
Por sus conquistas
en los escenarios de la guerra
y en las estancias palaciegas.

En vano don Alonso se esforzó por llevar adelante sus planes:
María se negó a casarse con nadie que no fuera Rodrigo.


En 1502 Rodrigo y María, en secreto,
celebraron en Coca emocionados esponsales
con la complicidad de la madre de la niña.


Don Alonso, indignado, recurrió a la Reina Isabel,
que no había otorgado su preceptiva aprobación
para tales bodas.
La Reina de Castilla quería a Rodrigo,
pero éste había actuado de modo irresponsable.
Isabel, tras escuchar las quejas de Fonseca,
mandó encarcelar a don Rodrigo.

Por su parte, don Alonso, enfurecido,
encerró a la muchacha en su castillo de Alaejos.
Durante meses, las palizas y las amenazas no sirvieron de nada.
Finalmente, don Alonso dijo a su hija que Rodrigo había muerto
y ésta, ya indiferente a todo cuanto no fuera pena,
accedió a casarse con don Pedro, su primo.
La triste novia conoció el engaño a poco de acabar la ceremonia,
y en la que iba a ser cámara nupcial avisó a su primo
que lo mataría si la tocaba.
María hubo de volver a su encierro.


Casi un año después de haber ordenado la prisión de Rodrigo,
moría la Reina, en 1504,
y el Conde lograba escapar y huía a Italia.

Meses más tarde, Felipe el Hermoso,
buscando ganar apoyos entre la nobleza castellana,
trasladó a la niña-presa al monasterio de las Huelgas de Valladolid
y permitió a Rodrigo regresar de Italia.
Pero Felipe seguía sin saber cómo resolver
aquel engorroso conflicto entre clanes.

En 1506 fallecía Felipe I
y el Conde, buen lector de libros de caballerías
y admirador de las andanzas y osadías de sus protagonistas,
decidió desafiar a la autoridad regia.


Don Rodrigo, aún impetuoso y temerario,
fue en busca de la única princesa,
la raptó del convento, la llevó a su castillo de Jadraque,
al castillo que su padre le había dado,
al castillo donde había languidecido la desafortunada Leonor.
Y allí celebraron las bodas.


El acontecimiento fue comentado en todo el Reino,
en todos los salones;
se recordó durante años y fue tema de coplas y romances
como el del poeta Quirós que recoge el Cancionero General.

A Fernando el Católico no le quedó más remedio
que dar por perdonado al Conde.

Fernando de Fonseca desheredó a María y la repudió como hija,
pero ahora la niña tenía un castillo
y un príncipe que ya no iba a buscar más princesas.


El carácter violento de Rodrigo
se fue dulcificando al lado de la princesa única
que, por él, había soportado palizas y encierros.


En Jadraque nació en 1508
la primogénita de Rodrigo y María, Mencía.

El castillo tenía el boato de las nobles cortes mendocinas,
cultas y refinadas cortes renacentistas.
Pero en sus salones habitaban sombras tristes.

En La Calahorra, en Granada, cerca del lugar
donde había obtenido sus primeras victorias militares,
don Rodrigo hizo levantar un palacio
para vivir en él con la única princesa
y allí se instalaron ambos en 1509 con su hija Mencía.

Sin embargo, no habitaron en Granada mucho tiempo.
Mientras que su tío, don Íñigo, se mantenía fiel al rey Fernando,
Rodrigo había tomado partido por Felipe de Habsburgo,
y el enfrentamiento entre tío y sobrino llevó a éste
a trasladarse a Valencia en 1514.

Convento de Santo Domingo

***

Valencia, 1989

Allí, apartado de la corte,
vivía cuando su hermano fue nombrado Virrey.
Allí nacieron las hermanas de Mencía, María y Catalina.
Allí su vida inquieta y turbulenta se había remansado.
Allí Rodrigo, que había tenido, como todos los Mendoza,
una educación refinada, de hombre de armas y letras,
se rodeó de libros y formó una gran biblioteca,
la mayor de su tiempo, constantemente acrecentada
con el encargo y la adquisición de ejemplares,
convirtiéndose así el Marqués de Cenete
en gran mecenas literario y bibliotecario.


En Valencia el Conde se convirtió en colaborador de su hermano menor,
participó política y militarmente en las actuaciones de éste
y, hábil diplomático pese a su turbulento carácter,
pudo quedarse en la capital cuando los agermanados
expulsaron a Don Diego.

El humanista valenciano Joan Baptista Anyes
escribía en un poema latino dedicado al Conde del Cid:
«Como castigador de Catilina, tú, cónsul Rodrigo.
Por tu consejo nuestra patria sigue completa,
por tu virtud se extinguió la tormenta de la Germanía,
por tu diestro ímpetu fue extinguida».

Cuando estalló el conflicto, la primera reacción de Rodrigo
había sido acudir con sus huestes en auxilio de su hermano.
El emperador pidió a don Diego que sujetase el impulso de Rodrigo
e intentase sofocar la revuelta por medios pacíficos.
Rodrigo refrenó su carácter belicoso
pero poco después era el mismo Carlos quien comprendía,
ante la radicalización de los rebeldes,
que habría que recurrir a las armas.
El Virrey combatió a los sublevados y fue derrotado
y tuvo que abandonar la ciudad.
Parte de los estamentos del Reino solicitaron a Rodrigo
que asumiera la autoridad como gobernador.


El 16 de agosto de 1521,
estando Rodrigo al mando de la población,
murió María de Fonseca.


A comienzos de 1522, la facción más radical de los agermanados,
encabezada por Vicent Peris,
hizo prisionero en Játiva a don Rodrigo,
que se había ofrecido como mediador.
Meses después su hermano lo liberaba.


Rodrigo, solo ahora en la ciudad
en la que había sido feliz con la única princesa,
definitivamente entristecido,
sobrevivirá poco tiempo a María.
El 22 de febrero de 1523,
mientras la nueva Virreina entraba en la ciudad,
Rodrigo, en una estancia del palacio arzobispal,
rodeado de libros, moría de tristeza,
como años atrás había fallecido su primera esposa.


Fue sepultado, como su mujer, en el monasterio de la Trinidad,
«con muy grande llanto
de sus criados y servidores y vecinos de la ciudad».
Don Diego, que ya había regresado a Castilla,
volvió a Valencia para consolar a sus sobrinas.


Aún en vida, don Rodrigo se había convertido en leyenda,
defensor de unos valores que empezaban a desdibujarse.
El Marqués de Cenete fue prototipo del noble de su tiempo,
educado en la corte, de exquisitos gustos literarios y artísticos,
galán palaciego, excelente soldado, participante en campañas bélicas
que evocaban los hitos sobre los que se fundaba el prestigio de su linaje.


***


En 1554 su hija doña Mencía hizo labrar en Génova
un gran sepulcro en mármol blanco de Paros para sus padres:
En el convento de Santo Domingo,
en la Capilla Real de los Tres Reyes Magos,
hay una sepultura con dos figuras yacentes,
él con armadura y espada y el yelmo a sus pies,
ella sosteniendo sobre el pecho un libro de oraciones;
calaveras en los laterales.


Las inscripciones de este gran sarcófago dicen:
«A don Rodrigo de Mendoza, marqués de Zenete,
padre de doña Mencía de Zenete, varón esclarecido.
Murió en 22 de noviembre de 1523.
A doña María Fonseca de Toledo, marquesa de Zenete,
madre de doña Mencía de Mendoza, esclarecida dama.
Murió en 16 de agosto de 1521».


Doña Mencía, segunda esposa del Duque de Calabria,
conseguía así para sus padres
lo que su marido no había logrado para sí:
El enterramiento en lo que, tiempo atrás,
fue proyectado como panteón real por Alfonso el Magnánimo.

Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza

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