viernes, 14 de septiembre de 2012

TORRE DE JUAN ABAD




A unos kilómetros de Infantes, se encuentra Torre de Juan Abad,
localidad a la que se ha llamado “Puerta de La Mancha a Andalucía”.
En la linde de la “lejanía inaccesible” de La Mancha,
como dice Azorín La ruta de Don Quijote.

«El pueblo es lugar pasajero en el puerto de Sierra Morena
por el camino real de carros que pasan desde Andalucía
a la Corte de su Majestad y a La Mancha».

«La villa está situada en tierra bermeja
que es en parte llana y en parte montosa,
es tierra fría, hay en la villa abundancia de leña
pues en su parte montosa está Sierra Morena que está a dos leguas.
Hay jarales, carrascas, robledales, fresnos y olmos
y se crían en ella corzos, venados, jabalíes,
liebres, conejos, perdices, lobos, zorras, tejones,
gatos cervales, cabras monteses y algunos osos.

A cuatro leguas de este lugar pasa el río Jabalón
que es río mediano dependiendo de las lluvias de las temporadas».

En las Relaciones Topográficas de 1575
se afirma que esta villa es tan antigua
que no hay memoria de su fundación ni de cuando se ganó.

Las primeras referencias sobre la localidad
se remontan a las Crónicas de Alfonso VIII de Castilla,
que tomó el cercano castillo de Feznavessore.
Esta fortaleza vigilaba el Paso del Dañador,
que era uno de los accesos de la vía augusta de Levante a Andalucía.
En 1214 Alfonso VIII concedió a la Orden de Santiago
el castillo de Eznavejor con toda su jurisdicción.

El crecimiento del lugar próximo de Torre de Juan Abad
determinó la despoblación y ruina de Xoray o Eznavejor:
Los amplios territorios de la fortaleza pasaron a ser de esta villa.

Torre de Juan Abad aparece por primera vez como tal en 1243,
al ser adjudicada a la Orden de Santiago.
En esa fecha Joray ya figura como lugar despoblado.

Sobre el origen del nombre, en las Relaciones Topográficas
el Concejo de la población cuenta:
«Se plactica en esta villa que hay un rastro de edificio antiguo
que los viejos han dicho que había en él una torre
que tuvo un alcayde que se llamaba Juan Abad
por donde tomó esta villa el nombre de Torre de Juan Abad».
Juan Abad debió de ser uno de los primeros pobladores del lugar.
Se dice que perteneció a la Orden de Santiago,
y, como tal, dependería del priorato de Montiel.
«Esta  villa se llama al presente La Torre de Juan Abad,
a pesar de que anteriormente se había llamado la villa de Santiago,
siendo la razón de este cambio porque en tiempo de moros
hubo un alcaide de la fortaleza de la villa que se llamaba Juan Abad».

En una nota existente en el Ayuntamiento,
bajo el cuadro con el escudo de la villa, se dice:
En 1273 Alfonso X el Sabio dio a esta villa
privilegios y dictado de lealtad con uso de armas que fueron:
«Sobre plata un león empinante a una torre, todo de gules,
y un lucero de azur con bordura asimismo de gules
y ocho aspas de oro».
Le fue concedido por haber concurrido los de esta villa
a la famosa toma de Baeza.

Don Rodrigo Manrique, Adelantado de Segura,
segregó de La Torre el término de Belmonte de la Sierra,
aldea que cambió su nombre por el de Villamanrique.

En 1480 don Alonso de Cárdenas,
último Maestre de la Orden de Santiago,
expidió un diploma, haciendo constar que Torre de Juan Abad
era 3ª cabecera del Campo de Montiel,
junto a Montiel y a Alhambra,
y reconociendo sus antiguos diplomas,
desaparecidos en un incendio.

«Los viejos hablan de que han oído de sus antepasados
que en este pueblo había 24 dueñas de manto
que tenían sus privilegios:
que si la justicia cogía a algún hombre y ellas querían librarlo
las dueñas les echaban su manto y de esta forma quedaban libres,
y que la villa por esta causa fue quemada por herejía,
y que de esta forma se explica su despoblamiento».


***


A 4 kilómetros de la población,
en un paraje mágico, sagrado, espiritual,
se halla el santuario de la Virgen de la Vega.


Este templo fue un antiguo monasterio del Temple.
Alfonso X otorgó allí una bailía a los templarios
y éstos edificaron en la vega su casa-convento en 1273.
Desde ella regentaron su encomienda.


Era una asentamiento religioso,
pero también una granja
y un centro de recaudación y de reclutamiento.
Hubo capilla, cenobio, cuartel,
e instalaciones dedicadas a caballerizas, bodega y almacén,
así como horno y molino.


En la base de la cúpula del santuario
se puede leer la inscripción latina que da fe de su edificación:
«A TEMPLARIIS CONSTRUCTUM.
IAM CUPIDITAS DESTRUXIT A. 1310.
FLORENS VERA PIETAS,
RESTITUIT, REAEDIFICAVIT & AUXIT A. 1644».
(«Construido por los Templarios.
La codicia lo destruyó ya en el año 1310.
Floreciendo la verdadera piedad,
lo restauró, reedificó y acrecentó en el año de 1644»).

La primera cruz que portaron los caballeros del Temple en 1118
fue una cruz patriarcal de doble traviesa
como las que aparecen en la ermita.
La cruz patriarcal fue diseñada en el año 326
con cinco trozos del madero de la crucifixión
y colocada en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Luego llevaron otras cruces,
como la de las ocho beatitudes, la Tau o la cruz patada,
pero la cruz de doble tramo siguió siendo
distintiva del Gran Maestre y altos dignatarios,
y de determinados edificios de la Orden.


Figuran también en la ermita cruces de Santiago:

Desaparecida la Orden del Temple,
el lugar pasó a depender de la Orden de Santiago,
de la encomienda de Montizón.
«En 1478, frey Francisco de Mata, freire de la Orden de Santiago,
había la administración de la ermita
por mandado de don Jorge Manrique, Comendador de Montiçón».


Ese mismo año Jorge Manrique y su esposa Guiomar de Meneses
donaron un retablo de Santiago y San Jorge
y telas para ornamentar la ermita,
según consta en el Libro de Visitas.
Fue lugar predilecto de ambos,
que llevaban a él flores y ornamentos.
El retablo fue destruido en la Guerra Civil.


Se han ido perdiendo las dependencias monacales.
El Diccionario Geográfico de Madoz del siglo XIX
describe el santuario como
«iglesia de tres naves, con claustro,
casa de santero, habitación para la Justicia,
sacerdotes, mayordomos
y plaza de toros».
Hoy se conserva la casa del santero,
el anexo que fue placita de toros
y el claustro que rodea el edificio.


Se conserva también
una lápida de alabastro blanco de época templaria
grabada en su parte frontal y en los laterales
con unas raras letras que no se ha logrado descifrar.
Estuvo empotrada a la derecha de la entrada principal del templo.
Se ha trasladado, para protegerla, al interior
y se ha colocado junto a la puerta norte.
No se sabe a qué alfabeto pertenecen los signos
ni cual era el uso de la lápida.


En las vísperas del 8 de septiembre, acudían a la vega
romeros llegados de todos los pueblos comarcanos.
Todavía existen multitud de caminos
que desde poblaciones limítrofes y desde Andalucía
confluyen en el santuario.
Se dice que la Virgen ha hecho aquí muchos milagros
y hay en la ermita muchos exvotos que los recuerdan.


***


En el pueblo se halla la iglesia de la Virgen de los Olmos.


Fue construida entre finales del siglo XV y comienzos del XVI
partiendo de una pequeña capilla que ya existía en 1243,
de la que se aprovechó el torreón del campanario,
que posiblemente fue primero una torre de defensa,
ya que aún pueden verse sus saeteras.


En esta iglesia, el 15 de febrero de 1575, oyó misa Teresa de Jesús,
de camino desde Malagón hacia Beas de Segura
para fundar otro de sus conventos.


Francisco de Quevedo tenía en ella lugar preeminente para oír misa.


***


En las Relaciones Topográficas se decía
que no había en el pueblo ningún otro edificio sobresaliente
porque la mayor parte son casas de labradores,
aunque se mencionaba la Casa de la Tercia
(hoy biblioteca pública),
donde se guardaba el pan de la Mesa Maestral.


Cerca se encuentra la Casa Museo Francisco de Quevedo.
Fue la casa del poeta.
En ella despachó asuntos de Estado,
recibió a los personajes más influyentes de la época,
como el mismo Felipe IV, que se alojóa quí el 13 de febrero de 1624.
En ella escribió.


***


Aquí, en esta villa de la que fue señor,
vivió Quevedo largas temporadas de retiro,
forzado o voluntario.
Aquí escribió algunas de sus obras.

A comienzos de siglo XVII llegó Quevedo a La Torre.

De ese famoso lugar,
que es pepitoria del mundo,
en donde pies y cabezas
todo está revuelto y junto,
salí, señor, a la hora
que ya el sol, mascarón rubio,
de su caraza risueña
mostraba el primer mendrugo.
Iba en Escoto, mi jaca,
a quien tal nombre se puso
porque se parece al mismo
en lo sutil y lo agudo...
(“Itinerario de Madrid a su Torre”)


La Junta de Reformación,
habiéndose propuesto combatir
los amacebamientos y otros escándalos,
investigó la vida de Quevedo,
que había convivido con una cómica llamada Ledesma,
y concluía:
«Esta amistad, en cuanto a comunicación de pecado,
está dejada, ahora que él vive de asiento en la Torre de Juan Abad.
Tendrase cuidado en volviendo, con ver si reinciden».

Desde La Torre, escribe don Francisco al rey:
«Preso en mi villa de Juan Abad.
Verá que mis caminos por el mundo
han sido más estudio que peregrinación,
y que me tienen en prisión y destierro
más lo desapacible de mi verdad que mis delitos».

Y, en otra ocasión, al Conde Duque:
«Aquí solo en La Torre.
Nunca me vi más acompañado que ahora que estoy sin otro.
Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo.
El que sabe estar solo entre la gente, se sabe solo acompañar».

Dos veces estuvo desterrado Quevedo en La Torre,
pero él transformó el destierro en refugio:
«Este cimenterio verde, este monumento bruto
me señalaron por cárcel; yo le tomé por estudio».
«Los jueces me han condenado a destierro de la Corte;
yo a ellos a permanencia en la Corte y en la cortedad».
«Aquí se vive uno para sí mismo todo el día,
y en Madrid ni para sí ni para otro».

Volverá a La Torre, ya por su voluntad.

Desde esta Sierra Morena,
en donde huyendo del siglo,
conventual de las jaras,
entre peñascos habito.

Yo me salí de la Corte
a vivir en paz conmigo:
que bastan treinta y tres años
que para los otros vivo.
Si me hallo, preguntáis,
en este dulce retiro,
y es aquí donde me hallo,
pues andaba allá perdido.
Aquí me sobran los días,
y los años fugitivos
parece que en estas tierras
entretienen el camino.
No nos engaitan la vida
cortesanos laberintos,
ni ambición ni soberbia
tienen por acá dominio.
Hállase bien la verdad
entre pardos capotillos:
que doseles y brocados
son su mortaja en los ricos.
Por acá Dios sólo es grande,
porque todos nos medimos
con lo que habemos de ser,
y ansí todos somos chicos.
Los taberneros de acá
no son nada llovedizos,
y ansí hallarán antes polvo
que humedades en el vino.
El tiempo gasto en las eras,
mirando rastrar los trillos,
y, hecho hormiga, no salgo
de entre montones de trigo.
No hay aquí «Mas, ¿qué dirán?»;
ni ha llegado a sus vecinos
«Prometer y no cumplir»,
ni el «Pero», ni «El otro dijo».
Que para mí, que deseo
vivir en el adanismo,
en cueros y sin engaños,
fuera de ese paraíso,
de plata son estas breñas,
de brocado estos pellicos,
ángeles estas serranas,
ciudades estos ejidos...

(“Desde esta Sierra Morena”)

Escribe a don Alonso Portocarrero,
casado con la hija de don Alvaro de Zazán,
primer marqués de Santa Cruz:
«Yo me retiré a esta Torre para vacar a este negocio del ocio,
y por gozar a mi gusto desta feliz ociosidad.
Pero no pude vivir oculto muchos días;
fui luego descubierto, aunque este pequeño rincón del mundo
es ignorado de la antigua y nueva geografía.
Mi destino ha querido que él esté en alguna reputación,
después que yo vivo en él,
y que haya perdido aquella dulce y tranquila oscuridad
en que reposan las cosas desconocidas».

Se identifica crecientemente con su villa.
En La Torre pleitea para defender sus derechos,
cuida de su huerto, hace matanza...
Recibe en su casa a visitantes ilustres.
Acude a Infantes a charlar con sus amigos.
Fuma mucho
(quizás es Quevedo el primer fumador empedernido que se conoce).
Sale a cazar con su espléndida colección de armas,
de la que se siente orgulloso.

«Recojo en fruto lo que aquí derramo,
y derramaba allá lo que cogía».
«Los vicios escrudiñen los curiosos,
y viva yo ignorante e ignorado».

Su sobrino y heredero Pedro Alderete, contará de su tío:
«Tenía una mesa con ruedas para estudiar en la cama;
para el camino libros muy pequeños;
para mientras comía, mesa con dos tornos,
de lo cual son buenos testigos los mesmos instrumentos
que están hoy en mi casa, en la villa de La Torre de Juan Abad».

Y el abad italiano Pablo Antonio de Tarsia,
primer biógrafo de don Francisco,
que visitó la casa de éste poco después de su muerte,
detallará:
«No solo no desperdició momento de tiempo,
antes le quitaba a las ocupaciones precisas, y necesarias,
para emplearle en leer libros, y en hacerlos.
Sazonaba su comida, de ordinario muy parca,
con aplicación larga y costosa;
para cuyo efecto tenía un estante con dos tornos, a modo de atril,
y en cada uno cabían cuatro libros, que ponía abiertos,
y, sin más dificultad que menear el torno,
se acercaba el libro que quería,
alimentando a un tiempo el entendimiento y el cuerpo…
Tenía una mesa larga que cogía el ancho de la cama,
con cuatro ruedas en los pies, para llegársela con facilidad,
despertando en la noche para estudiar,
y en ella muchos libros prevenidos,
y pedernal, y yesca para encender la luz…
Saliendo de la Torre de Juan Abad para ir a la Corte, o a otra parte,
y en todos los viajes que se le ofrecieron,
llevaba un museo portátil,
de más de cien tomos de libros de letra menuda,
que cabían todos en una bisazas…
Fue tan aficionado a libros,
que apenas salía alguno, cuando luego le compraba…
Juntó número de libros tan considerable,
que pasaba de cinco mil cuerpos…»

En 1643, tras pasar cuatro años preso en León,
sin llegar a ser juzgado,
Quevedo vuelve a Madrid. Pero ya escribe:
«Deseo desenredarme desta incomodidad alegre que llaman Corte,
para respirar los aires de esa tierra».

Quevedo regresa por última vez a La Torre
envejecido y medio ciego, con la salud quebrantada.

«Llegué a esta villa con más señales de difunto que de vivo.
Mas, con la vecindad de Sierra Morena, que es muy templada,
y la quietud y el regalo de la caza,
quedo hoy mucho mejor y más alentado…,
voy algo mejor cada día y me son medicina la soledad y el ocio,
que me descansan de lo mucho que padecía en Madrid».

En La Torre se repone un poco,
pero ya no saldrá del Campo de Montiel.


Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

(“Desde La Torre”).

No hay comentarios:

Publicar un comentario