miércoles, 12 de septiembre de 2012

VILLANUEVA DE LOS INFANTES




Villanueva de los Infantes
es la capital del Campo de Montiel ciudadrealeño.
Se halla en el centro de la altiplanicie del Campo del Montiel,
meseta inclinada que se eleva paulatinamente
sobre la llanura machega,
bajo Sierra Morena y la Sierra de Alcaraz y la Sierra del Segura,
hasta llegar a sus cotas más altas en el Este,
ya en la provincia de Albacete.

El río más cercano es el Jabalón, afluente del Guadiana
que nace a 10 kilómetros de la villa,
en Montiel, en Los Ojos.


En 1214 la Orden de Santiago recibió por donación real
el castillo de Alhambra, próximo a Manzanares,
en 1215 el de Eznavejor,
y en 1227 los de San Pablo y la Estrella en Montiel.
Montiel se convirtió en cabeza de la nueva comarca,
que recibió la denominación de Campo de Montiel.

La Moraleja fue aldea de Montiel
hasta que se convirtió en villa independiente en 1421,
gracias al privilegio dado por don Enrique,
maestre de Santiago e infante de Aragón,
hermano de Alfonso V de Aragón;
don Enrique dio a la villa el nombre de Villanueva de los Infantes,
en alusión a sí mismo y sus hermanos,
y le otorgó también el escudo que aún  conserva.


Infantes creció
y se convirtió en centro del priorato de Santiago.
La capitalidad de la comarca pasó de Montiel a Membrilla,
y en el siglo XVI Felipe II nombró capital a Infantes.
La villa vivió una Edad de Oro.
Aquí nació Santo Tomás de Villanueva,
el que fuera arzobispo de Valencia y teólogo influyente en Trento;
por aquí pasaron profesores, literatos, humanistas;
aquí murió Francisco de Quevedo...

De Santo Tomás queda parte de su casa,
junto a un oratorio de la familia.


Muy cerca está la casa de la Inquisición,
de la que se conserva su portada, con el escudo del Santo Oficio:
Una cruz sobre una calavera.


Cerca, también, se encuentra la casa de la Pirra,
de propiedad particular.


Casona con un patio pequeño
y con una cueva


en donde, se dice,
se reunían secretamente los templarios.


Quedan huellas de la Orden de Santiago:


La casa cuartel de los Caballeros de la Orden.


Y el Hospital de Santiago,
donde se atendía a pobres, viudas, enfermos y transeúntes.


***


Y se conserva también, en el convento de Santo Domingo,
la celda monacal en la que murió Quevedo.


Francisco de Quevedo nació en Madrid en septiembre de 1580
en el seno de una familia de hidalgos cántabros;
su infancia transcurrió en la Corte,
ya que sus padres desempeñaban cargos en Palacio;
su madre compró para él el señorío de La Torre de Juan Abad,
población del Campo de Montiel, próxima a Infantes;
fue amigo de Cervantes, con quien estaba
en la Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento;
por los servicios prestados a Felipe III,
obtuvo el hábito de la Orden de Santiago en 1618...

En 1628 participó en la controversia
sobre el patronato de España:
viva disputa entre los partidarios de dos opciones:
Santiago y Santa Teresa de Jesús;
Quevedo se inclinó por Santiago,
lo que lo enemistó con el Conde Duque de Olivares
y con el mismo rey Felipe IV,
que defendían el patronazgo de la santa:
«¿Qué comparación puede tener un caballero
joven, robusto, gallardo, denodado,
despidiendo rayos de luz de su hermosísimo rostro,
adornado de fuertes y resplandecientes armas,
con la cruz roja en el pecho?»
El enfrentamiento supuso a Quevedo
uno de sus destierros en La Torre.
De regreso a la Corte, lleva una vida algo desordenada:
fuma y bebe en exceso, le gustan las peleas,
frecuenta lupanares y tabernas...;
en 1634 su amigo el Duque de Medinaceli
lo fuerza a casarse con la viuda doña Esperanza de Mendoza,
pero el matrimonio sólo dura 3 meses.
En 1639, se dijo que con motivo de un poema
aparecido bajo la servilleta del rey
en el que se criticaba la política del Conde Duque
(«crecen los palacios, ciento en cada cerro,
y al pobre del pueblo, castigo y encierro,
y así en mil arbitros se enriquece el rico,
y todo lo pagan el pobre y el chico»),
se detuvo a Quevedo
y se le condujo al convento de San Marcos en León,
donde estuvo preso 4 años, hasta la caída del valido
(años atrás ya había sufrido prisión,
en el monasterio de Uclés).
La causa real de la detención parece ser
una acusación de conspiración
que don Francisco niega en carta al rey:
«Los papeles no se han visto,
no siendo creíble que, prendiéndome por sospecha de ellos,
en tres años y tres meses no se hayan visto,
y por ellos se me ha destruido en vida, honra y hacienda».
Cuenta Quevedo también las circunstancias de su encierro:
«Fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin camisa,
de sesenta años,
a este convento Real de San Marcos,
donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión,
enfermo con tres heridas, que, con los fríos
y la vecindad de un río que tengo a la cabecera,
se me han cancerado y, por falta de cirujano,
no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos;
tan pobre que de limosna me han abrigado y entretenido la vida.
El horror de mis trabajos ha espantado a todos».

Una vez liberado, en 1643, don Francisco, cansado y achacoso,
renunció a la Corte y se retiró a La Torre de Juan Abad;
el viaje le supuso un esfuerzo tan grande, que escribe:
«Me duele el habla y me pesa la sombra».


En esa época, frecuentó Villanueva de los Infantes,
donde se reunía con familiares de Santo Tomás,
la biografía del cual escribió,
y con profesores de la Casa de los Estudios.
En la Casa de los Estudios, hoy de uso privado,
se impartían clases de disciplinas del trivium y el quadrivium.
Quevedo la visitaba cuando venía a la villa.


En el invierno de 1645, enfermo ya,
Quevedo, huyendo de los rigores del frío
y de la falta de botica y médico en La Torre,
se trasladó a Infantes,
a casa de la viuda de su amigo
el humanista Bartolomé Ximénez Patón,
que había muerto en 1640.
En enero, en una carta, cuenta que está «excelentemente alojado
en casa del Correo Mayor, enfrente del Vicario»;
«la porfía de mis enfermedades y lo riguroso de este invierno
me obligaron a pasarme a Villanueva de los Infantes,
donde quedo en busca de algún remedio de la botica
y asistencia de amigos.
Lo que he hallado muy a propósito a mi necesidad,
con alojamiento muy abrigado y voy sintiendo mucha mejoría».

En primavera su estado se agrava
y pide que le lleven al convento de los dominicos,
en busca de atención médica y cuidados.
Pasó allí 6 meses.

El 8 de septiembre falleció.


Ya formidable y espantoso suena
dentro del corazón el postrer día,
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.
Si agradable descanso, paz serena,
la muerte en traje de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía:
más tiene de caricia que de pena.
¿Qué pretende el temor desacordado
de la que a rescatar, piadosa, viene
espíritu en miserias añudado?
Llegue rogada, pues mi bien previene;
hálleme agradecido, no asustado;
mi vida acabe y mi vivir ordene.


El 26 de abril había hecho testamento,
cuyo original se conserva en su Casa-Museo
de La Torre de Juan Abad.
En él Quevedo había dejado escrito su deseo de ser sepultado
en la iglesia de Santo Domingo el Real de Madrid,
junto los restos de su hermana,
aunque, provisionalmente,
debían enterrarlo en la capilla del convento donde murió:
«Ítem, mando que mi cuerpo
sea sepultado por vía de depósito
en la capilla mayor de la iglesia
del convento de Santo Domingo desta villa,
en la sepultura en la que está depositada doña Petronila de Velasco,
viuda de don Gerónimo de Medinilla,
para que de allí se lleve mi cuerpo
a la iglesia de Santo Domingo el Real, de Madrid,
a la sepultura donde está enterrada mi hermana».

Ni los frailes dominicos ni el vicario respetaron dicha voluntad
y Quevedo fue inhumado
en la cripta que poseía la familia Bustos
(una familia hidalga del lugar)
en una capilla privada de la iglesia de San Andrés,
el gran templo que se había construido en el siglo XVI.
El vicario consideró que así se le honraba mejor
y que al mismo tiempo la parroquia era honrada
con la inhumación de un personaje ilustre.


***


Se cuenta que don Francisco
se había hecho hacer unas espuelas de oro
para recibir su nombramiento
como Caballero de la Orden de Santiago.
Sólo las usó en esa ocasión,
pero quiso ser enterrado con ellas;
con su traje de caballero, su espada
y sus espuelas de oro.

Unos días después del entierro de Quevedo,
durante unos festejos,
don Diego, un joven de la nobleza local
que iba a rejonear un toro en la Plaza Mayor infanteña,
y que había oído hablar de las espuelas,
ofreció dinero al sacristán de la parroquia
a cambio de que le consiguiera éstas;
el sacristán profanó la tumba,
quitó al cadáver las brillantes espuelas
y se las entregó al rejoneador, que salió a la plaza con ellas.
En el primer lance con el toro,
éste embistió con sorprendente fiereza a montura y jinete,
derribando a ambos,
y corneó al torero repetidamente.
Antes de expirar, don Diego murmuró:
“Las espuelas...”
Todo el mundo creyó que lo había matado
el espíritu agraviado del muerto.
Nadie supo dónde fueron a parar las espuelas.


***


A comienzos del siglo XVIII
la capilla de los Bustos pasó a manos del cabildo
y fue dedicada a la Virgen de la Soledad.
A lo largo del siglo los restos de Quevedo
se mezclaron con nuevos enterramientos en la cripta.
Fueron olvidados.


En el siglo XIX se quiso levantar en la Corte
un Panteón de Hombres Ilustres.
Se eligió la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid.
Se solicitó a los municipios
en cuyas iglesias yacía algún hombre notable
que exhumaran sus restos y los enviasen a Madrid.


El 2 de junio de 1869 llegó un correo al Ayuntamiento de Infantes.
El gobernador civil de la provincia
transmitía una orden del ministro de Fomento
para que se averiguara el paradero de los huesos de Quevedo
y se remitieran a Madrid
para que recibieran, junto con otros,
los honores que se iban a tributar a hombres ilustres de España,
en la sección de grandes de las Letras.
Los restos serían enterrados
en un mausoleo aún por terminar.
Se debían acompañar de un acta de exhumación
y debían ser trasladados por una comisión municipal.


Comenzaron las diligencias.
Se solicitó información al vicario del Campo de Montiel,
quien aseguró que, según una nota de archivo,
don Francisco de Quevedo había sido enterrado
en la iglesia de San Andrés.
El Ayuntamiento envió al vicario copia de la carta del gobernador,
solicitándole permiso para la exhumación de los restos de Quevedo.

Con asistencia del vicario, del médico,
del alcalde primero, don Diego Antonio de Bustos,
del alcalde segundo, don Jacinto de Bustos,
de los regidores y del secretario del Ayuntamiento,
se abrió la bóveda.

Encontraron nueve cuerpos.
Debido a los enterramientos de clérigos
que se habían realizado en los últimos tiempos,
todos los cadáveres descubiertos vestían hábito.
Todos menos uno, que estaba vestido de civil.
Fue, por tanto, este esqueleto
el que identificaron con los restos del escritor.
«Se ha encontrado la bóveda que hay
en la capilla ahora de la Soledad...
con los restos mortales que a no dudar deben ser
los del célebre poeta don Francisco de Quevedo y Villegas»,
certificaba el secretario del Ayuntamiento.
Se exhumaron los despojos y se levantó acta.


Los restos de Quevedo fueron envueltos en algodones
y colocados en una cajita
forrada de veludillo negro con galón de platilla blanco,
con la inscripción de su contenido sobre la tapa.
La caja fue puesta sobre la mesa del alcalde.

El 12 de junio a las dos de la tarde
se reunieron en la sala de sesiones del Ayuntamiento
el alcalde, los regidores y otras personalidades de la población
para dar comienzo a la procesión cívica
que iba a despedir a Quevedo.
La caja fue tomada por los concejales del comité de despedida,
escoltados por dos miembros de la guardia civil
y por los concurrentes, en dos filas.
Al salir la comitiva a la Plaza Mayor
las dos orquestas del pueblo empezaron a tocar
a la vez que repicaban las campanas de la torre de San Andrés.
La procesión avanzó por la calle de la Cárcel y por la del Olmo
hasta la carretera de Valdepeñas.
A las dos y media el Consistorio entregaba la caja mortuoria
a la comisión de traslado que la llevaría a Madrid,
comisión compuesta por Jacinto de Bustos
y el licenciado José Francisco de Bustos.
Se les hizo entrega de la llave de la urna
y de la documentación solicitada.
Los comisionados montaron en un carruaje
y salieron para Madrid a las tres y media de la tarde.


El 20 de junio de 1869 se inauguró el panteón.
Formando una comitiva de cinco kilómetros,
desfilaron las carrozas fúnebres
acompañadas por bandas de música,
unidades del Ejército y de la Guardia Civil,
estudiantes, religiosos, políticos e intelectuales;
se dispararon cien cañonazos
y, al entrar los restos en la basílica,
se encendieron tres grandes lámparas.

Los cadáveres de Quevedo y de los demás hombres ilustres
pasaron un tiempo en cajas y armarios, en una capilla.
Finalmente el proyecto de Panteón Nacional se malogró.
A finales de siglo los restos mortales
fueron devueltos a sus lugares de origen.

La caja de don Francisco regresó a Infantes con una nota
en la que se decía que aquel esqueleto no debía ser el de Quevedo
porque la dentadura estaba completa
y se sabía que al escritor apenas le quedaban dientes
en el momento de fallecer.


La caja de don Francisco fue arrinconada
en un desván del Ayuntamiento de Infantes.
Allí permaneció años olvidada, cubierta de legajos y polvo.

En 1920, en una reforma del Consistorio,
se descubrió en el Archivo Municipal
una caja negra con letras doradas que decían “Restos de Quevedo”.

Se tomó la decisión de enterrar de nuevo a don Francisco.

El Ayuntamiento, para honrar “como se merece” al personaje,
le organizó un entierro con desfile, banda de música
y merienda tras el sepelio.
Los restos del escritor fueron depositados
en la ermita del cementerio viejo,
la ermita del Cristo de Jamila,
y en ella hay una placa en la que así consta.


En la portada del diario ABC del 16 de junio de 1920,
se publicó un foto del traslado:
La comitiva, tras pasar por la iglesia de San Andrés,
se encamina a la ermita.

Sin embargo, en realidad,
los huesos de don Francisco nunca salieron de San Andrés,
porque los que se enviaron a Madrid
habían sido identificados erróneamente.


En 1955, de modo casual,
se encontró un acta del cabildo, del siglo XVII,
en la que se recogía la consagración,
bajo la sala capitular de la iglesia de San Andrés,
de un oratorio dedicado a Santo Tomás de Villanueva,
oratorio del que no se tenía noticia.
Se encargó al aparejador municipal que iniciara las excavaciones
para la recuperación de ese altar.
En el transcurso de esa búsqueda, igualmente por azar,
se halló una cripta que había permanecido oculta.
Indagando en ello, se descubrió que en el siglo XVIII
la cripta de los Bustos había sido limpiada
y que los huesos habían sido trasladados a un osario común
en una cripta situada bajo la sala capitular,
cripta que obras posteriores habían ocultado.

Allí, confundidos con los huesos de otros 167 cadáveres,
debían estar los despojos de Quevedo.


En abril de 2006, un equipo de once investigadores
de la Escuela de Medicina legal
de la Universidad Complutense de Madrid
se trasladó a Villanueva de los Infantes.

Su objetivo era aclarar,
utilizando modernas técnicas de identificación,
si en alguna de las fosas de la cripta común
yacían los restos de Quevedo.
En el proyecto de investigación participaba también
el personal técnico municipal de Infantes.

Bajo el suelo de la cripta, los investigadores encontraron
osamentas de adultos, de niños e incluso de animales,
revueltas, sin conexión anatómica
y entre piezas de madera, cuero, tela, metal y piedra.
Las desenterraron.
Tuvieron que analizar y clasificar casi cuarenta mil huesos.

El 16 de abril de 2007 se presentaron en Madrid
las conclusiones finales del trabajo:

Se había conseguido identificar como pertenecientes a Quevedo,
a partir de su conocida cojera,
diez huesos
– dos fémures, una clavícula, un húmero y seis vértebras –.

El 18 de mayo de 2007 se celebró en Infantes
el cuarto entierro de Francisco de Quevedo.


Los huesos identificados se guardaron
en una urna de forja, elaborada en Infantes,
con el nombre del escritor y una roja cruz de Santiago.
En otra arqueta se depositaron
el estudio de los investigadores,
certificados de la Escuela de Medicina Legal,
varias monedas de curso legal, prensa actual,
una acta de depósito firmada por el Consistorio y la Iglesia infanteños
y el documento notarial que acredita la autenticidad de lo enterrado.

Se organizó la ceremonia de inhumación.

Los miembros de la Orden Literaria Francisco de Quevedo
recitaron varios poemas del autor.
Se interpretaron unas piezas barrocas.

Las arcas fueron introducidas
en la cripta que había sido de los Bustos,
previamente limpiada.
Sobre ella se colocó un cristal.


Así, Quevedo regresaba a su primitivo enterramiento.

Quizás a don Francisco le habría divertido esta peripecia,
este estar en la muerte
con el mismo desasosiego con el que había vivido.


***


El convento de Santo Domingo en el que murió Quevedo
había sido fundado en 1526.
Los frailes fueron expulsados
a consecuencia de la Desamortización.
El Estado utilizó el cenobio como escuela pública
hasta el año 1979.


Poco tiempo después, el Ayuntamiento cedía su uso
a una empresa hotelera, Hosterías Reales,
que comenzó su explotación turística y cultural
como Hospedería Real “El Buscón de Quevedo”.


En su interior se conservaba y podía visitarse
la celda en la que expiró don Francisco.
En los pasillos se exponían
muebles, cuadros, libros y enseres.


Desde 1981, en el claustro de ladrillo mudéjar
se celebraba un Certamen de Poesía
organizado por la Orden Literaria Francisco de Quevedo.


En pabellón anejo al convento,
se hallaban las habitaciones de la Hospedería.

Cuando uno visitaba Infantes
pensaba que hospedarse en el convento
constituía una opción atractiva.

Pero era un error:

Las habitaciones tenían un aspecto pobre y destartalado,
como las de una pensión vieja y barata.
Los baños estaban sucios.
La calefacción no funcionaba.
También el viejo claustro estaba descuidado.

Con la apertura del establecimiento
se perseguía conservar el edificio,
pero la empresa carecía de medios suficientes.
Su proyecto era una cadena de Hospederías
en lugares históricos,
pero, por su mala gestión,
casi todas han ido cerrando.

Durante un tiempo se arrastraron las quejas
por el mal estado del hotel y su deficiente servicio.
Finalmente, en marzo de 2011
el gobierno regional ordenó el cierre de las instalaciones.

En su puerta, un cartel indica que la Hostería
ha sido clausurada por orden gubernativa.

En los meses siguientes, el convento, abandonado,
se ha ido deteriorando.
Nadie entra en él.

En agosto de 2012,
tras más de un año de litigio,
el Consistorio ha ganado el pleito entablado con la empresa.
Quizás el hotel pueda volver a abrirse;
quizás la celda de Quevedo pueda volver a visitarse...


***


En la calle Cervantes, que comunica
el convento de Santo Domingo y la iglesia de San Andrés,
se encuentra la casa que se dice perteneció
al Caballero del Verde Gabán, don Diego Miranda,
descrita en el capítulo XVIII de la segunda parte de El Quijote,
cuando éste la visita
y durante cuatro días mantiene con el Caballero
discusiones literarias y filosóficas.


***


En 2002 un equipo de la Universidad Complutense,
integrado por diez expertos en Geografía, Historia, Filología, Sociología, Matemáticas y Ciencias de la Información,
inició, aplicando diversas metodologías,
la búsqueda del “lugar de La Mancha”
cuyo nombre Cervantes no quiso revelar.
El lugar en el que vivió Don Quijote.

Durante dos años estudiaron las distintas posibilidades:
Veintisiete pueblos del Campo de Montiel.
«Y comenzó a caminar por el antiguo y conocido Campo de Montiel
y era verdad que por él caminaba» (Capítulo II).
El análisis se basaba en la velocidad que Don Quijote y Sancho
podían alcanzar a lomos de sus caballerías
y por tanto las distancias que podían recorrer.

En 2004 la Universidad publicaba los resultados:
“El lugar de La Mancha” es Villanueva de los Infantes,
centro geográfico, político y cultural del Campo de Montiel.

Los argamasilleros, sin embargo, siguen sosteniendo
que “el lugar de La Mancha” es Argamasilla de Alba.


***


Hoy Infantes tiene menos de 6.000 habitantes;
desde los años 50 del siglo XX, cuando albergaba el doble,
la población ha ido en progresivo descenso,
debido a la pérdida de preeminencia
frente a otras localidades de la misma comarca, como La Solana,
o frente a ciudades del entorno como Manzanares o Valdepeñas.


La villa se conserva casi como en su Siglo de Oro,
gracias a un aparejador municipal
que luchó para conservar sus calles y monumentos.


Sus campos son extensiones de tierra roja
en las que se cultiva el cereal, la vid y el olivo,
en las que crece el romero, la jara, la salvia y el tomillo,
las grandes encinas,
sobrevoladas por perdices y codornices,
cigüeñas, abubillas, ruiseñores...
Campos tranquilos
que han sido recorridos por pastores y locos,
por monjes y guerreros, por santos y poetas...

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