domingo, 11 de noviembre de 2012

ATIENZA



Desde la terraza embaldosada con lajas de pizarra
que hay en lo alto de la torre del homenaje
del castillo de Atienza
se contempla un austero panorama de páramos, cerros y valles
y blancos aerogeneradores.


Las aldeas de los alrededores se van despoblando.
Semanalmente un vendedor ambulante
recorre estas soledades con un camión frigorífico
para abastecer los cada vez más escasos hogares.
Anuncia su llegada haciendo sonar una trompetilla,
como siglos atrás.


La Sierra de Pela registra
una de las densidades de población más bajas del planeta:
0,5 habitantes por kilómetro cuadrado.
Es un mundo vacío.


O quizás no.
Éste es el territorio de lo invisible.
El territorio del misterio, de los espectros.


En la distancia,
el monte más alto de la solitaria Sierra de Pela,
la cima del Alto Rey, la montaña sagrada,
coronada por radares y antenas
instaladas en los últimos años,
cuando se ubicó en ella una base militar.
El Santo Alto Rey de la Majestad.
La Montaña del Silencio. La Montaña de la Soledad.


En esa cima existió un templo precristiano,
un santuario erigido para consagrar una montaña
en la que moraban los dioses.
Sobre él se construyó un templo cristiano.


La tradición atribuye la ermita del Santo Alto Rey
a los monjes templarios o a los sanjuanistas.


Pero, ¿por qué se iba a asentar una Orden Militar
en tierras que eran ya posesión estable,
pues la frontera se había desplazado al sur,
y que tampoco eran lugar de paso,
ruta que hubiera que proteger?


La Sierra de Pela separa las provincias
de Guadalajara, Segovia y Soria.
Es una tierra pobre. Muy pobre.


Por aquí, por la Sierra de Pela,
abandonó El Cid las tierras sorianas,
de las que había sido expulsado,
y entró en territorio musulmán.
Por aquí se dirigió al destierro,
con doce de los suyos.


En 1081 descansó El Cid en estas soledades,
en las que unos pocos repobladores,
aquí, lejos de todo,
construían sencillos templos románicos
donde alojar fuerzas antiguas;
sólidas torres
con las que canalizar incomprensibles energías.


Templos decorados con extrañas aves de grandes alas:
se trata de almas-pájaros.
Almas que no han alcanzado la perfección
y siguen atadas al mundo
con ligaduras que intentan romper para elevarse hacia lo alto.


Aquí descansó El Cid, en esta tierra dura,
en este paisaje desolado,
habitado por una sociedad en armas.


Habitado por unas gentes que vieron en El Cid y los suyos
un modelo a seguir:
camino, lucha...


La Sierra de Pela era el final del dominio del rey Alfonso.
Aquí llegó El Cid antes de ponerse el sol.
Aquí hizo noche.
Aquí pasó revista a sus menguadas mesnadas.
En el lugar conocido como “alto de Torreplazo”, pedregoso y pelado,
El Cid acampó.


Desde entonces, ningún otro hecho reseñable.
Se paró el tiempo. Se vació la tierra.


Desde la Sierra, pudo divisar El Cid
el castillo de Atienza, todavía de los moros.


Atienza siempre dio cobijo a los pobladores del entorno,
en las constantes invasiones y continuas guerras:
celtíberos y romanos, musulmanes y cristianos.


Atienza creció con las mercedes de Alfonso VIII.
Pero conforme la frontera se alejaba hacia el sur,
Atienza iba cayendo en el olvido,
se iba estancando en el pasado,
se iba durmiendo.


Así la describió Galdós:
“Ruinas en las que se aposenta
el alma de los tiempos muertos”.


Cerca, bajo la intensa influencia
de la inclemente Sierra de Pela,
Campisábalos, Villacadima...
Pueblos que van siendo arrasados por el abandono...


Desde lo alto del castillo de Atienza,
se contempla un paisaje hermoso en su dureza.


Hay algo extraño en esta zona.
Es una tierra habitada por seres invisibles.


Seres que pueden encontrar el modo
de ponerse en contacto contigo
si les das ocasión.


Si caminas con calma,
si mantienes los sentidos alerta,
si te muestras dispuesto al encuentro.


Ortega y Gasset pasó por aquí en el verano de 1911,
a lomos de una mula.
Recorría el camino del Cid. Y escribía:


“La miseria se impone sobre las campiñas y sobre los rostros
como un dios adusto y famélico
atado por otro dios más fuerte
a las entrañas de esta comarca”.
“Lo inhabitable”, llamó Ortega a esta zona.


Pero no, no son tierras inhabitables.
Y tampoco son tierras deshabitadas.


Es sólo que a sus habitantes no se les puede ver
con los ojos con los que vemos la materia.


Desde lo alto del castillo de Atienza
se percibe la magia
que flota en estos campos.


Quizás llega de allí, de aquella cima
perturbada ahora por las antenas de telecomunicaciones.


De aquella cima sin vegetación,
batida por el sol, el viento, el hielo.


Quizás allí se está produciendo la alquimia
que genera esta magia
capaz de transformar unos campos pobres y olvidados
en un espacio de comunicación con el otro mundo.

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