viernes, 20 de septiembre de 2013

TOLEDO. Convento de Santo Domingo el Antiguo




Al parecer, en tiempos de los visigodos,
San Ildefonso fundó aquí, en la zona norte de la ciudad,
en la plaza de Santo Domingo el Antiguo,
junto al oratorio de San Leocadia,
un pequeño cenobio de monjas,
del que no se conservan vestigios,
como no sea un relieve visigodo, encontrado en la clausura,
que atestigua la existencia de una construcción de esa época.


Cuenta la leyenda que, cuando se produjo la invasión árabe,
las monjas pidieron a Dios que destruyera el convento
y a ellas con él,
para no verse sometidas a los musulmanes,
y el Señor cumplió su deseo.


En cualquier caso, el convento
es el más antiguo de los toledanos,
pues fue fundado o refundado por Alfonso VI
en el mismo año de la reconquista, 1085.


Le dio el nombre de Santo Domingo de Silos,
por ser este fraile amigo de sus padres,
Fernando de Castilla y Sancha de León.


Hoy se conoce con el sobrenombre de “el Antiguo”
para distinguirlo del otro, más moderno,
que existe en la ciudad, Santo Domingo el Real.


Se fundó bajo la Regla de San Benito.


En 1159 ésta fue sustituida por la de San Bernardo,
y las monjas se incorporaron a la Orden del Císter.


En el hábito de las monjas se combina
el negro benedictino y el blanco cisterciense.


El convento fue ampliado en varias ocasiones:


Cuando Alfonso el Sabio les concedió una calle
que unía las iglesias de Santa Leocadia y Santa Eulalia.


Y cuando el infante don Juan Manuel les cedió unas casas
que había heredado de su padre
y que estaban junto al cenobio.


El convento se fue configurando así
como un conglomerado de edificaciones sucesivas
que ocupan casi toda una manzana,
con continuos añadidos y modificaciones,
superponiéndose épocas y estilos.
Adosada a él se encuentra la iglesia de Santa Leocadia.


En el siglo XVI, doña María de Silva,
dama portuguesa de la corte de la emperatriz Isabel,
tras enviudar de don Pedro González de Mendoza
(contador mayor del emperador),
se recluyó en el cenobio,
donde pasó el resto de su vida (38 años),
aunque sin profesar.


En su testamento, la señora dispuso ser enterrada en el convento
y dejó sus bienes para que el templo fuera reformado,
nombrando como albacea testamentario
a don Diego de Castilla, deán de la catedral
(que también será enterrado aquí).


La iglesia actual corresponde a esa reforma.
Diego de Castilla encargó las trazas a Juan de Herrera.


Para los retablos recurrió a El Greco,
a quien había conocido en Roma.


Domenico acababa de llegar a España
y éste fue el primer encargo importante que recibió
(y el más importante que recibió en su vida):
Un total de nueve lienzos,
de los que el convento conserva tres originales
(los dos Santos Juanes, del altar mayor
y la Resurrección ante San Ildefonso, del lateral derecho);
los demás han sido vendidos en diferentes momentos
y sustituidos por copias.
La obra proporcionó a El Greco fama inmediata.


La benefactora se halla enterrada en el suelo del presbiterio.


Junto a la reja de acceso al actual coro de las monjas
está la bajada a la “cripta de El Greco”.
Parece probable (aunque sin certeza absoluta)
que el féretro que allí se halla contenga
los restos mortales del pintor, que en 1612 adquirió la cripta
con la intención de convertirla en panteón familiar.
Aquí se le enterró el año de su muerte, 1614.
En 1617 también se entierra en la cripta
a doña Alfonsa de los Morales,
primera esposa del hijo del pintor, Jorge Manuel.
Debido a discusiones entre la comunidad religiosa y éste
sobre un trabajo que Jorge Manuel tenía que efectuar,
las monjas le instan a que desocupe la cripta.
Jorge Manuel compró un lugar de enterramiento familiar
en el convento de San Torcuato, del que por entonces era arquitecto.
Pero no parece que se llegase a efectuar el traslado.
El ataúd que hay en la cripta
contiene los huesos de un hombre y una mujer,
que deben ser los de El Greco y su nuera.
Una trampilla de cristal permite ver el féretro.


Se conserva también, aunque no en su ubicación original
sino formando parte del museo,
el sepulcro de Juan Alfonso de Ajofrín, del siglo XIV.
Don Juan Alfonso fue el último señor de Ajofrín
y murió en la batalla de Aljubarrota, en 1382.
El sepulcro, gótico, de alabastro, se encuentra en el antecoro,
sala en la que se colocaba el trono cuando Felipe II visitaba la casa.


En las reformas del cenobio se han mantenido partes
de las anteriores edificaciones.


Lo mejor conservado es
el claustro de los Laureles, la sala capitular y el antiguo coro.


Aunque se trata de un convento de clausura,
en 1982 se abrió al público una parte del mismo,
convertida en pequeño museo instalado en el antiguo coro.


En él se muestran obras de arte y objetos de interés
que el cenobio ha ido acumulando a lo largo del tiempo.


El claustro no es visitable,
aunque puede verse desde una ventana del antiguo coro.


Es una construcción del siglo XV,
con arcos mudéjares en ladrillo
y balaustrada gótica de pizarra.


Las estancias del convento se articulan
en torno a este patio y a otro más pequeño.


En una de las múltiples restauraciones,
se puso al descubierto una sala amplia,
con arcos de herradura apuntados y enmarcados por alfiz,
que debió pertenecer al antiguo palacio de don Juan Manuel.

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