sábado, 26 de octubre de 2013

TOLEDO. Catedral (III). Álvaro de Luna, Condestable de Castilla



En 1430 el Condestable Álvaro de Luna
estaba en lo más alto de su poder.

Quiso tener en la catedral primada su propia capilla funeraria
para su enterramiento y el de su familia.


A tal efecto compró la anterior capilla
de Santo Tomás Becket, o Tomás de Canterbury,
que había sido mandada edificar en el siglo XII
por la reina Leonor Plantagenet,
siendo ésta la primera dedicada a este santo fuera de Inglaterra.

Incorporó a ella las dos capillas inmediatas, del siglo XIII,
la de San Eugenio y la de Santiago,
manteniendo la advocación de éste.

Así consiguió tener la capilla más amplia de la girola.


Don Álvaro proyectó su mausoleo
inspirándose en la disposición
del adyacente de Gil Álvarez de Albornoz.

La fecha de inicio de construcción de la capilla coincide
con el comienzo del arzobispado de Juan de Cerezuela (1434-1442),
hermanastro del Condestable.

Poco después, don álvaro contrató para continuar las obras
al maestro Hanequín de Bruselas,
que también trabajó en la construcción
del castillo de Escalona.

*** 


Álvaro de Luna encargó su propio sepulcro, en bronce,
situado en medio de la capilla,
para el cual fue elaborado, también en bronce,
un bulto redondo de su persona,
que era un artilugio extraño,
pues la estatua yacente se levantaba y se ponía de rodillas,
mediante un mecanismo especial,
en el momento en que empezaba la misa,
volviéndose a tender cuando acababa la ceremonia.

Este monumento fue destruido en 1449
por orden del infante don Enrique (hijo de Fernando de Antequera),
que aborrecía al Condestable.
Con sus materiales se forjaron una pila bautismal y un púlpito.

*** 


En 1453, cuando murió don Álvaro,
la capilla aún estaba en obras
y su terminación corrió a cargo de su segunda esposa,
Juana de Pimentel,
y más tarde de su hija, María de Luna,
casada con el segundo Duque del Infantado.

Fue ésta quien encargó el retablo, en 1488,
año en que murió doña Juana.

Fue también la Duquesa quien mandó esculpir
los sarcófagos de sus padres, en 1489,
encargándoselos al maestro Sebastián de Toledo,
el mejor escultor de la época.


***


En el retablo, en el centro, se encuentra la figura de Santiago.


Debajo está representada la escena del Planto ante Cristo muerto,
y a los costados de esta imagen
están el Condestable y su esposa
acompañados respectivamente por San Francisco y San Antonio.


Ambos cónyuges están arrodillados.
Él viste el hábito santiaguista
y ella tiene la cabeza cubierta por un velo blanco.


Sobre el retablo hay un relieve policromado de Santiago en Clavijo.


En los nervios de la cúpula
hay ángeles con escudos de los Luna.


Figuran también las conchas del escudo de los Pimentel.


***


En el centro de la capilla se encuentran
los sepulcros exentos de don Álvaro y doña Juana,
trabajados en piedra.


Están formados por los sarcófagos, decorados en los cuatro frentes,
y encima las figuras yacentes.


En las cuatro esquinas de cada monumento,
figuras orantes:


Don Álvaro está velado por cuatro caballeros santiaguistas
y doña Juana por cuatro frailes franciscanos.


La figura de don Álvaro viste armadura,
está envuelta por el manto de la Orden de Santiago,
y ase en sus manos una espada.
A sus pies llora un paje recostado en la cimera de su señor.


La figura de doña Juana, la “triste condesa”,
viste hábito monjil, lleva tocada la cabeza,
está envuelta en un largo manto
y sostiene un rosario en las manos.
A sus pies, una muchacha con un libro abierto en la mano.


En los laterales de los sepulcros
figuran los respectivos escudos nobiliarios.


***


En la misma capilla, en arcosolios en los muros,
hay sepulcros de otros miembros de la familia Luna.


Sobre los tres hay figuras yacentes:


Juan de Cerezuela, hermanastro de madre del Condestable,
que fue Arzobispo de Toledo.
Murió en 1442.


La estatua alza una mano en actitud de bendecir.


A los pies, un águila sostiene el escudo de los Luna.
La urna está decorada con el blasón.


Pedro de Luna y Albornoz, Arzobispo de Toledo,
sobrino del antipapa Benedicto XIII
(era hijo del segundo matrimonio
de Juan Martínez de Luna, hermano mayor del papa,
con Teresa de Albornoz)
y tío del Condestable.


Sucedió en el arzobispado a don Pedro Tenorio.


Don Pedro se ocupó de la educación de don Álvaro
y lo introdujo en los asuntos del reino.
Murió en 1414.


Juan de Luna y Pimentel, hijo de don Álvaro.
Muerto en 1456.


Su figura está ataviada con cota de malla y dalmática
y la cabeza coronada de laurel.


En el lateral del sepulcro aparecen
salvajes como tenantes de los escudos,
lo que constituye una novedad iconográfica.


También fue enterrado aquí el padre del Condestable,
igualmente llamado Álvaro de Luna,
pero su sepulcro ha desaparecido, reutilizado.


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******

Álvaro de Luna, que había sido tan querido por el rey Juan II,
cayó en desgracia
y murió decapitado por el verdugo
en la Plaza Mayor de Valladolid
el 2 de junio de 1453.

Es abundante la literatura que se escribió sobre él
(poemas, tratados, dramas, novelas...)

*** 


¿Qué fue de vuestro poder?
(Diego de Valera)

¿Qué fue de vuestro poder,
Grant Condestable de España,
Pues ningún arte nin maña
Non lo pudo sostener?
¿Ques de vuestra bizarría?
¿Ques de todo vuestro mando?
¿Ques de vos a quien dudando
El mundo todo tenía?
¿Qué valió vuestro saber
Cuando quiso el Soberano
Derribarvos por su mano
Sin poder vos sostener?
¿Ques de vuestra gran riqueza?
¿Ques de cuanto mal ganaste?
¿Ques del tiempo que pasastes?
¿Qué fue de vuestra ardidaza?
¿Qué valió vuestro tener
Quando quiso la fortuna
Derribar vuestra coluna
Sin poder vos sostener?
¿Ques de vuestra grand compaña?
¿Ques de vuestro grand renombre?
Yo no sé quien no se asombre
De ver cosa tan extraña.
Mire pues vuestro caer
Quien toviere discreçión:
Mire cómo la rasón
Non los puede sostener.
Y mire más quien me quiere
Que en el mundo no confíe
Nin jamás d’él non se fie
Por puxante que se viere.
Que mucho más empecer
Suele cuando más prospera
Aquellos a quien espera
La razón no sostener.

*** 


Presentimiento que anuncia la caída de Don Álvaro
(Romancero)

A don Álvaro de Luna,
condestable de Castilla,
el rey don Juan el segundo
con mal semblante le mira.
Dio vuelta la rueda varia,
trocó en saña sus caricias,
el favor en amenazas;
privaba, mas ya no priva.
Ejemplo dejó en la tierra
porque el hombre mire arriba:
no hay seguridad humana
sin contradicción divina.
Una siesta, el Condestable,
que dormilla no podía,
con su secretario a solas
d′esta manera replica:
"Hoy el rey no me ha hablado,
miróme de mala guisa,
dejáronme venir solo
las gentes que me seguían:
Traidores me quieren mal
y con el rey me malsinan;
él es fácil, falsos ellos,
venceranlo si porfían."

"Condestable, mi señor,
el mar brama, el aire arrima
tu nave a enemigas rocas,
amaina porque no embista.
Sigue, cual la sombra al cuerpo,
a la privanza la envidia;
aprisa subiste al trono,
¡guarda no bajas aprisa!
La pompa humana tú sabes
que engendra ambición malquista,
pesadumbre, que en el aire
está de un cabello asida
a los pies del que te arroja,
dile:
‘Señor, resucita
este muerto a la tu gracia,
pues fue tu gracia su vida.
Grande amor nunca se acaba
sin dejar grandes reliquias,
que disculpen del amado
agravios y demasías.’
Tendrán tus amigos gloria,
tus enemigos desdicha,
tu verdad victorias claras,
claras penas tus mentiras.
La humildad todo lo vence
con los reyes, las porfías
son vaivenes peligrosos,
don, miserable caída."

Esto dijo el secretario;
triste el Maestre suspira,
diciendo que a Dios ensaña
el hombre que en hombre fía.

*** 


Muerte de Don Álvaro
(Romancero)

Con triste y grave semblante
oyendo está la sentencia
el Condestable de Luna,
sin género de flaqueza.
No le ha turbado el temor
de la muerte, ni el afrenta
del acusado delito;
antes dice con paciencia:

"Justo pago ha dado el cielo
a mi privanza soberbia,
que de servicios humildes
favores de un rey la engendra,
pues como hiedra en sus brazos
creció, y en fin, como hiedra,
en faltándole su sombra
no hay cosa que no la ofenda.
Nadie procure privar
con los reyes, porque sepan
que quien más con reyes priva
tiene la muerte más cerca;
que la privanza en el suelo
es una insaciable fiera,
tósigo que sin sentirse
se derrama por las venas:
es blanco donde la envidia
todos sus tiros asesta;
terreno de las malicias,
fortaleza sin defensa.
Púsome a mí la fortuna
en la cumbre de su rueda;
mas como es rueda, rodó
hasta bajarme a la tierra.
¡Ah, segundo rey Don Juan
y qué contento muriera,
si por servirte este día
me quitaras la cabeza!
Más siento perder la fama
que me quita tu grandeza,
que el castigo que me das,
puesto que lo mereciera.
No me espantará la muerte,
pues no es morir cosa nueva.
Mas morir en tu desgracia,
más que el morir me atormenta.
Si jamás en dicho o hecho
ofendí tu real grandeza,
no me perdone mis culpas
Dios, a quien voy a dar cuenta;
si no es que el hado infelice,
mi clima y fatal estrella
quiso, porque el cielo quiso
que con voz de traidor muera.
Luna fui que allá en tu cielo
tanto crecí, que pudiera
cual otro Faetón al mundo
abrasar, si traidor fuera;
pero mientras no vencieron
las envidiosas tinieblas
de tu sol las confianzas
en la fe de mi nobleza,
mi luna dio tanta luz
con la tuya acá en la tierra,
que de envidia se turbaron
en tu cielo mis estrellas,
do hicieron tales efectos
en el sol de tu grandeza,
que hacen menguar a mi luna
antes que se viese llena.
Erró la ventura el tiro,
desenfrenaron las lenguas
los émulos, y acertaron
dalles tu grata audiencia;
y como todo es finito,
el bien que nos da la tierra,
en tierra me vuelvo yo
con esta inmortal afrenta.
Crezcan contentos agora
los que mi menguante esperan;
mas miren que acaba el mío
cuando a llenarse comienzan."

Quiso pasar adelante,
mas no pudo, porque entran
el de Zúñiga y seis frailes,
que ya ha rato que le esperan.
Acompañóle gran gente,
como amiga de novelas,
hasta que en el cadahalso
vio el verdugo que le espera.
Abrazóse a un crucifijo
vertiendo lágrimas tiernas;
que un pecho que está sin culpa
con facilidad las echa.
Vueltos los ojos al cielo
y las rodillas en tierra,
dijo:

"Dulce Señor mío,
mi alma se os encomienda."

Cortó el astuto verdugo
de los hombros la cabeza,
que por el aire decía:

"Credo, credo, es fuerza, es fuerza..."

*** 


Don Álvaro de Luna (La plaza)
(Ángel Saavedra, Duque de Rivas)

Mediada está la mañana;
ya el fatal momento llega,
y don Álvaro de Luna
sin turbarse oye la seña.

Recibe la Eucaristía,
y en Dios la esperanza puesta,
sereno baja a la calle,
donde la escolta le espera.

Cabalga sobre su mula,
que adorna gualdrapa negra,
y tan airoso cabalga,
cual para batalla o fiesta;

un sayo de paño negro
sin insignia ni venera
es su traje, y con el garbo
que un manto triunfal, lo lleva;

y sin toca ni birrete,
ni otro adorno, descubierta,
bien aliñado el cabello,
la levantada cabeza.

Los dos padres franciscanos
se asen de las estriberas,
y hombres de armas en buen orden
le custodian y le cercan.

Así camina el maestre
con tan gallarda presencia
y con tan sereno rostro,
que impone a cuantos le encuentran.

Sus enemigos no osan
clavar la vista soberbia
en él, como consternados
ya de su venganza horrenda;

sus partidarios parecen
decirle con mudas lenguas
que aún morirán por salvarle
y encenderán civil guerra.

Y aquel silencio terrible
por todas las calles reina,
que, o gran terror o despecho,
grande siempre manifiesta.

Silencio que solamente
de cuando en cuando se quiebra
con la voz del pregonero
que a los más valientes hiela,

Diciendo: «Esta es la justicia
que facer el rey ordena
a este usurpador tirano
de su corona y su hacienda.»

Siempre que oye el condestable
este vil pregón, aprieta
la mano del padre Espina
que en voz sumisa le esfuerza.

Arriba a la triste plaza,
que ha pocos días le viera
tan galán en el torneo,
con tal poder y opulencia.

El apretado concurso
el cuadrado espacio llena;
vese una masa compacta
de rostros y de cabezas.

Parece que el pavimento
se ha elevado de la tierra,
o que casas y palacios
su basa han hundido en ella.

Un callejón, que tapiales
de hombres apiñados cierran,
sirviéndole de linderos
lanzas en vez de arboleda,

ofrece paso hasta donde
lecho de muerte descuella,
en mitad del gran gentío,
que como la mar olea;

el reducido tablado,
enlutado con bayetas,
una gran tumba parece
que el pueblo en hombros sustenta.

Sobre él está colocado
un altar a la derecha,
de terciopelo vestido,
y entre amarillas candelas,

cuya luz el sol deslustra
y arder el viento no deja,
un crucifijo de plata
en cruz de ébano campea.

Yace un ataúd humilde
colocado a la izquierda;
cerca de él se ve una escarpia
en un pilar de madera,

y en medio, de firme, un tajo,
delante una almohada negra,
y un hacha, en cuya cuchilla
los rayos del sol reflejan.

Al pie del cadalso el reo
de la alta mula se apea;
fervoroso el padre Espina
con él sube y no le deja.

De pie ya sobre el tablado
tres personas se presentan
a las medrosas miradas
de la muchedumbre inmensa:

el ministro de la muerte,
el que lo es de vida eterna,
y el que dando al uno el cuerpo
al otro el alma encomienda.

Turbado el tosco verdugo
de atreverse a tal alteza,
necio terror da a su frente
que cubre jalde montera.

El religioso, metido
en su capucha, se queda
de mármol, cruza los brazos,
y con fervor mudo, reza.

El condestable, sereno,
el pie al crucifijo besa,
y luego tiende los ojos
por la turba que le observa;

y viendo junto al tablado,
en actitud lastimera,
a Morales, su escudero,
hecho de lealtad emblema,

le llama, de oro un anillo,
que el sello de sellar era
de su puridad las cartas,
del pulgar quita, y le entrega,

diciéndole: «Amigo, toma,
ya no conservo otra prenda.»
Después atisbó a Barrasa,
paje del príncipe, cerca,

y así le habló en voz sonora:
«Dile a tu dueño que vea
de dar a los que le sirvan
otra mejor recompensa.»

Viendo el pilar y la escarpia,
¿«Para qué?» pregunta. Tiembla
el sayón, y le responde,
hablar no osando, por señas.

Y prosiguió el condestable
con una sonrisa acerba:
«Después de yo degollado,
nada son cuerpo y cabeza.»

Entonces el padre Espina
que piense sólo, le ruega,
en Dios, y él: «Padre, es mi norte
y mi esperanza», contesta.

Se ajusta el traje, descubre
la garganta, ve que llega
el verdugo para atarle
las manos con una cuerda;

saca del seno una cinta
labrada con oro y seda,
y, «Átalas -le dice-, amigo,
si es necesario, con ésta.»

De hinojos en la almohada
se pone, el cuello presenta,
el religioso le grita:
«Dios te abre los brazos, vuela.»

El hacha cae como un rayo,
salta la insigne cabeza,
se alza universal gemido
y tres campanadas suenan.


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El cadáver de don Álvaro fue enterrado en el cementerio
de la parroquia de San Andrés de Valladolid,
a las afueras de la ciudad,
en una fosa común, junto con otros ajusticiados.

Unos años depués, los consejeros de Isabel la Católica
Gonzalo Chacón y Gutierre de Cárdenas,
evocaron la figura de don Álvaro
como el ministro que más había trabajado
por fortalecer el poder real.

Isabel restableció la memoria del valido,
devolviendo a sus descendientes títulos y dignidades.

Los restos mortales de don Álvaro fueron trasladados
a su capilla toledana.
Era entonces, desde 1482, Arzobispo de la sede primada
el Cardenal Mendoza,
en cuyo clan, inicialmente enemigo de don Álvaro,
se habían integrado los Luna.


***


El cronista de Toledo Luis Moreno Nieto
cuenta que en 1954
los restos de don Álvaro de Luna y de su esposa
estaban en una caja de madera,
arrumbados en un pasillo de la catedral.

Actualmente reposan en la cripta de esta capilla,
que es propiedad de los Duques del Infantado.

A principios del siglo XX
los Duques encargaron la construcción de una nueva cripta,
iluminada con luz cenital por medio de claraboyas
que se encuentran en el suelo de la capilla.

Entre el altar y los sepulcros, una barandilla de hierro
acota el descenso a esta cripta,
enterramiento actual de los Duques del Infantado.

Hoy la capilla permanece cerrada por una reja.

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