miércoles, 7 de mayo de 2014

SEGOVIA. Iglesia de San Miguel




La iglesia de San Miguel era un templo románico
en cuyo atrio fue proclamada Reina de Castilla Isabel la Católica
el 13 de diciembre de 1474 por el Concejo Segoviano.
Buena parte de ese primitivo edificio
se derrumbó en 1523.


En 1532 se encargó su reconstrucción
al arquitecto segoviano Rodrigo Gil de Hontañón,
artífice también de la Catedral.
Gil de Hontañón edificó un templo gótico,
aprovechando los restos del anterior.


En una capilla lateral se encuentra
la tumba del segoviano doctor Andrés Laguna.


Andrés Laguna fue un destacado humanista de su época,
hoy olvidado.


Nació en Segovia, a comienzos del siglo XVI,
en el seno de una familia de judeo-conversos acomodados.
Su padre, Diego Fernández de Laguna, era un médico notable.


Andrés comenzó su formación en Salamanca
y en 1530 marchó a París,
donde estudió medicina y lenguas clásicas
y ya redactó un tratado de anatomía.

En 1536 regresó a España
y mantuvo contactos con la Universidad de Alcalá.

En 1539 el emperador Carlos lo llamó a Toledo
para atender a la emperatriz Isabel,
que acabó muriendo,
a consecuencia del parto del futuro Felipe II.
Ello, sin embargo, no perjudicó su prestigio como médico.

Ese mismo año marchó a Londres, donde pasó varios meses.
Se desconoce por qué fue a Inglaterra
ni qué hizo en la corte de Enrique VIII.
Se ha supuesto que en este y en otros de sus viajes
actuó como “espía” para el emperador,
al igual que hacían otros humanistas
al servicio de sus respectivos príncipes.
Pero la única información cierta que se tiene
son algunos comentarios banales del propio Laguna
sobre la corte londinense.

De Inglaterra pasó a Flandes, y allí durante algún tiempo
acompañó a la corte imperial en sus desplazamientos
por los Países Bajos y Alemania.

Del 24 de junio de 1540 al 24 de junio de 1545
vivió en Metz, como médico contratado por la ciudad.


En 1543, en un episodio tan relevante como hoy desconocido,
pronunció en el aula magna de la Universidad de Colonia,
invitado por el rector de ésta, Adolfo de Eichholz,
y ante una audiencia de príncipes y nobles,
un discurso sobre Europa,
“Europa la que a sí misma se atormenta”,
(“Europa heautentimorumene”)
que será publicado en Colonia ese mismo año con el título
“La Europa que miserablemente se atormenta
y lamenta su propia desgracia”
(“Europa hoc est misere se discrucians,
suamque calamitatem deplorans”).
Laguna, vestido con capa negra,
en una sala revestida con paños negros,
pronuncia una oración fúnebre.
Así lo recoge la  portada de la obra:
«Esta declamación lúgubre fue pronunciado en Colonia,
en el célebre Gimnasio de las Artes,
ante gran concurrencia de príncipes y hombres sabios,
a la luz de negras antorchas y ajustándose al ceremonial de difuntos,
en el año  1543, el domingo 11 de febrero a las siete de la tarde».
Un discurso en latín con múltiples citas en griego.
Europa, representada por una mujer
que “se atormenta y deplora sus desgracias”,
entabla diálogo con el autor.
Viajero constante por Europa desde su época de estudiante,
Laguna conocía perfectamente la realidad de su tiempo.
Expone la situación de un continente dividido,
devastado por las continuas guerras
y amenazado por la amenaza exterior del turco,
y llama al reforzamiento de los lazos culturales
que comparten las naciones del continente
por encima de sus diferencias.
«Las guerras abruman a los buenos,
incitan a los malos a tétricos y horrendos crímenes,
acaban con las artes liberales,
estorban el cumplimiento de las leyes, impiden el comercio,
y, finalmente, conceden a muchos amplia impunidad y licencia
para el adulterio, el asesinato, el latrocinio, el perjurio,
para socavar o escalar muros,
para el incendio, para la devastación, para toda clase de atropellos».
Como Maquiavelo, Laguna habla del príncipe,
en este caso del emperador Carlos,
al que señala como gran condottiero frente al peligro turco,
defensor de Europa frente el invasor.
Laguna concibe Europa como un único territorio,
un ente construido sobre la tradición clásica y el cristianismo.
El de Laguna es el primer discurso humanista
que aporta la idea de una Europa imperial entendida
no como un mero conjunto de países sino como una unidad cultural,
no sólo como un ámbito geográfico, sino como un concepto
(un cuerpo con muchos órganos que sólo tienen sentido
si funcionan en común y en armonía).


En Metz, Laguna fue médico del duque de Lorena.
En 1545 llevó a cabo un experimento
para demostrar que la acusación de brujería carecía de fundamento.
Él mismo lo cuenta en su comentario del texto médico de Dioscórides,
a propósito de la descripción del solano
(«que engendra locura
y que es planta titulada vulgarmente yerba mora,
que produce imaginaciones vanas, empero muy agradables,
por lo que los ungüentos que se untan las brujas
deben contener esta yerba,
que les imprime en el cerebro tenazmente mil burlas y vanidades,
de suerte que después de despertar confiesan lo que jamás hicieron,
para confirmación de lo cual quiero contaros una historia»):

«Siendo yo médico asalariado de la ciudad de Metz, visité al Duque Francisco de Lorrena, que estaba malo en Nancy. En la cual sazón vino allí a su señoría todo un concejo a pedir justicia y venganza contra dos vejezuelos desventurados, que eran marido y muger, y se tenían en una hermitilla, media legua de aquella villa, por cuanto (según pública voz y fama) eran bruxos notorios, y quemando las sementeras, matando todo el ganado, y sorbiendo la sangre a los niños, habían hecho daños irreparables. Oídas tan acerbas criminaciones, mandó el Duque prenderlos, y meterlos a la tortura: los cuales confesaron luego todo lo suso dicho, y entre otras muy horrendas hazañas, affirmaron que ellos habían muerto el Duque Antonio su padre, y a él dádole aquella enfermedad tan grave que poco a poco le consumía. Preguntándoles el Duque por qué respecto y en qué forma le habían hecho enfermar, dijo el viejo constantemente que porque, el jueves de la Cena pasado, Su Excelencia no le había lavado los pies y vestido entre los XII pobres como solía los otros años, entró en una melancolía muy grande: y que después como siempre le viese el diablo muy triste en el cerco, entendida la causa de su tristeza le dijo: “Si quieres vengarte del Duque, toma esta vara, y cuando le vieres pasar por tu hermita, échasela delante de los pies del caballo, y ansí trabucará y se hará mil pedazos. Empero si no le quieres matar, sino tenerle enfermo, sal como a pedirle limosna al camino, y procura de resollarle en el rostro, porque entonces, estando yo a tus espaldas, soplaré también por tu colodrillo, y le inficionaré con mi anhélito de tal suerte que ninguno sino tú pueda jamás sanarle”. En este modo pues dijo el brujo hermitaño que había inficionado al Duque, con intención de curarle presto, con un secreto remedio que le había enseñado su maestro el demonio. Por donde, aunque el Consejo se resolvió en que fuesen quemados entrambos, todavía el Duque hizo gracia y merced de la vida al viejo por la confianza que en él tenía de su salud, y ansí la vieja fue hecha polvos en presencia de su marido: el cual después, siendo regalado y favorecido en extremo del Príncipe, aunque tenido siempre a muy buen recaudo, un día con sus guardias se fue a cenar al lugar de donde le habían acusado; y habiendo hecho aquella noche muy buena chera, y cenado en gran regocijo, amaneció ahogado: tras el cual murió el Duque desde a no muchos días. Decíase entre los populares que el diablo le había torcido el cuello al villano porque no diese salud al Príncipe. Otros tenían sospecha que los labradores de aquel lugar, por la envidia y odio que le tenían, le habían mezclado veneno.
Empero ¿qué tiene que hacer este cuento con el solano? Entre otras cosas que se hallaron en la hermita de aquellos brujos, fue una olla medio llena de cierto ungüento verde, como el del Populeon, con el cual se untaban: cuyo olor era tan grave y pesado que mostraba ser compuesto con yerbas en el último grado frías y soporíferas, cuales son la Cicuta, el Solano, el Veleño y la Mandrágora: del cual ungüento, por medio del alguacil, que me era amigo, procuré de haber un buen bote con que después en la ciudad de Metz hice untar de pies a cabeza la mujer del verdugo, que de celos de su marido había totalmente perdido el sueño, y vuéltose cuasi medio phrenética. Y esto, ansí por ser el tal subjecto muy apto en quien se podían hacer semejantes pruebas, como por haber probado infinitos otros remedios en balde, y parecerme que aquél era mucho a propósito y no podía dejar de la aprovechar, según de su olor y color fácilmente se colegía. La qual súbito en siendo untada, con los ojos abiertos como conejo, pareciendo también ella propiamente una liebre cocida, se adurmió de un tan profundo sueño que jamás pensé despertarla. Por donde con fuertes ligaduras y fricciones de las extremidades, con perfusiones de aceite costino y de Euphorbio, con sahumerios y humo a narices, y finalmente con ventosas, la di tal priesa, que al cabo de XXXVI horas la restituí en su juicio y acuerdo: aunque la primera palabra que habló fue: “¿Por qué en mal punto me despertastes? que estaba rodeada de todos los placeres y deleites del mundo”. Y vueltos a su marido los ojos (el cual estaba allí todo hediendo a ahorcados) díjole sonriéndose: “Tacaño, hágote saber que te he puesto el cuerno, y con un galán más mozo y estirado que tú”, y diciendo otras cosas muchas, y muy extrañas, se deshacía porque de allí nos fuésemos, y la dejásemos volver a su dulce sueño: del cual poco a poco la divertimos, aunque siempre la quedaron ciertas opiniones vanas en la cabeza.
De donde podemos conjecturar, que todo cuanto dicen y hacen las desventuradas brujas es sueño causado de bevrajes y uncciones muy frías: las cuales de tal suerte las corrompen la memoria y la phantasía, que se imaginan las cuitadillas, y aun firmísimamente creen haber hecho despiertas todo cuanto soñaron durmiendo.
Allégase a todo lo suso dicho un no liviano argumento, y es que ansí aquella, como todas las que en tan infames ejercicios fueron hasta aquí convencidas, a una voz confesaron (según consta por sus procesos) que habían conocido muchas veces carnalmente al Demonio; y preguntadas en particular si habían sentido notable deleite en su acceso, respondieron constantemente que no, y esto a causa de la incorportable frialdad que sentían en las partes diabólicas: de las cuales también, a su parecer, se les revertía un humor frío como el hielo, y a manera de granizo por las entrañas. Los cuales accidentes no pueden proceder d'otra causa sino de la excesiva frialdad del ungüento, que las traspasa todas, y se les mete en los tuétanos. Ansí que las tales, dado caso que sean escandalosas y merezcan un castigo ejemplar por hacer pactos con el demonio, todavía la mayor parte de cuanto dicen es devaneo; pues ni con el espíritu, ni con el cuerpo, jamás se apartan del lugar donde caen agravadas del sueño, y esta es la opinión de la mayor parte de los Teólogos, aprobada también por decretos de algunos Santos Concilios, conviene a saber: que el demonio no puede obrar sino por medio de naturales causas, aplicando activa passivis; y que así, por su demasiado saber y agudeza, conociendo la virtud de semejantes ungüentos, se los enseña a las vanas brujas, para hacerlas soñar y creer infinitas burlas y vanidades».


Al poco tiempo, Laguna se marchó de Metz.

Entre 1545 y 1554 residió en Italia.
En la Universidad de Bolonia obtuvo el título de doctor.
En Roma fue médico del cardenal Mendoza,
por entonces embajador de Carlos V en Roma,
y cuya protección le permitió aproximarse a la corte papal,
donde fue médico de cámara del pontífice Julio III
y obtuvo varios títulos honoríficos:
Soldado de San Pedro,
Caballero de la Espuela Dorada
y Conde Palatino.
En 1549 formó parte de la comitiva que el cardenal Mendoza organizó
para recibir al futuro rey Felipe II, entonces príncipe de España.
Vivió también en Venecia,
donde se alojó en casa del embajador Juan Hurtado de Mendoza.
En algunos de sus recorridos por Italia
quizás actuara también como “espía” de Carlos.

Pasó otros tres años en los Países Bajos.
En 1557, en Bruselas, cayó gravemente enfermo.
Durante la convalecencia realizó
la primera traducción al castellano de las Catilinarias de Cicerón.
Ese mismo año regresó a España, probablemente a Segovia.

A instancias suyas, Felipe II creó un jardín botánico
al lado del Palacio Real de Aranjuez.

El duque del Infantado le invitó a formar parte de la comitiva
que había de recibir y acompañar desde Roncesvalles
a Isabel de Valois, futura esposa de Felipe II.
Laguna viajó a Guadalajara,
y falleció allí, de cáncer de colon, el 28 de diciembre de 1559.


Fue enterrado, de acuerdo con su voluntad,
junto a su padre y otros familiares,
en una capilla que su madre había fundado
en la iglesia de San Miguel, de Segovia.


Había publicado más de treinta obras, no sólo de temática médica
sino también de diferentes temas humanísticos,
traducciones y textos originales, escritos en latín y en castellano.


En el terreno médico,
se dedicó especialmente a la farmacología y la botánica médica.
Su texto científico más destacado, dedicado al príncipe Felipe,
fue la actualización de la obra del griego Dioscórides,
médico de los ejércitos de Nerón.
El “Dioscórides” trata se las substancias medicinales y los venenos,
la farmacia de la antigüedad.
Laguna lo tradujo al castellano, lo comentó
y lo completó con la traducción de los nombres a numerosas lenguas,
comentarios y adiciones que doblan el texto original;
la primera edición incluyó además 647 ilustraciones
realizadas por Mathiolo.
Laguna comprobó todas las prescripciones de Dioscórides
y añadió sus propias opiniones, observaciones y experiencias,
como botánico y farmacólogo
que había recogido hierbas por toda Europa.
La obra se publicó en Amberes en 1555
y fue reeditada veintidós veces hasta finales del siglo XVIII
y utilizada en las facultades de medicina
como principal manual de terapéutica.

Entre sus textos científicos originales figura
el Discurso breve sobre la cura y preservación de la peste,
publicado en Amberes en 1556,
donde afirma que «no hay instrumento más apto que el médico
para introducir la pestilencia por todas partes»
y propone la formación de un cuerpo de médicos
especializado en esta enfermedad.
Laguna había tratado una epidemia de peste en el Ducado de Lorena
con infusiones realizadas a base de camaleón blanco;
recomienda también el suero de leche en ayunas,
el agua con sal y vinagre
y el uso de gemas y piedras preciosas,
y prohíbe los baños calientes.


Laguna es mencionado por Don Quijote
cuando éste, dolorido y hambriento,
tras el enfrentamiento imaginario con dos ejércitos
que fueron rebaños de ovejas y carneros,
responde a la propuesta de Sancho
de ir a buscar yerbas curativas en los prados:
«tomara yo más aína un cuartal de pan, o una hogaza
y dos cabezas de sardinas arenques,
que cuantas yerbas describe Dioscórides,
aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna».


En el siglo XVII, el cronista segoviano Diego de Colmenares,
que poseyó un ejemplar del Discurso de Europa publicado en 1543,
escribe la primera biografía de Andrés Laguna,
que finaliza afirmando:
«no hubo en su tiempo Rey ni Príncipe que no le honrase,
ni médico docto que no venerase su doctrina».


Su retrato figura entre los Retratos de Españoles Ilustres
publicados en 1791.


Incluso muerto, Laguna siguió viajando:
Sus restos fueron exhumados en 1869
y trasladados a Madrid para ser inhumados
en el Panteón de Hombres Ilustres
que se iba a establecer en la capital de España.
Pero el proyecto no cuajó
y las cenizas de Laguna fueron retornadas a Segovia
y vueltas a enterrar en San Miguel en 1877.


Figura en el Catálogo de Autoridades
de la Real Academia de la Lengua.


Hay un arbusto, la lagunaria (vulgarmente “pica-pica”),
que fue llamado así en su honor.


Médico de papas y reyes, botánico,
lingüista, políglota, viajero, erudito, escritor,
inquieto y cosmopolita,
hoy sólo lo recuerda una estatua en una plaza de Segovia.

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