domingo, 13 de julio de 2014

SALAMANCA. Catedral vieja




José María Quadrado
(1819-1896)

España:
sus monumentos y artes, su naturaleza e historia
1884
Tomo 3. SALAMANCA

Capítulo II
La Catedral


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Asentada definitivamente en su centro natural la sede salmantina, que durante el IX y X siglo había seguido como simplemente titular la corte o el campamento de los reyes de Asturias y León, el primer cuidado de sus restauradores Raimundo y Urraca fue colocar en medio de la renaciente ciudad la primera piedra del templo donde había de instalarse. Si algún tiempo en los cortos periodos de tolerancia muslímica o de dominación cristiana pudo servir de iglesia a los mozárabes que existieran en Salamanca la parroquia de San Juan el Blanco sita en el arrabal junto al río, ni su fábrica ni su posición debieron parecer a propósito para una catedral permanente.
Escogióse por sitio a la nueva basílica de Santa María una de las tres alturas que comprende la población: el plan trazado por su desconocido arquitecto fue sin duda el que ahora vemos realizado, con las modificaciones accidentales que en él introdujo la lentitud de las obras.
Treinta y un obreros había empleados en ellas por la semana santa de 1152, cuando Alfonso el emperador los declaró excusados o exentos de todo pecho y tributo, franquicia que a favor de veinte y cinco confirmó en 1183 Fernando II, y que hasta el siglo XV mantuvieron en vigor los reyes posteriores, exceptuando expresamente Sancho IV en 1285 al mayordomo de la fábrica, de impuesto y de servicio militar.
Existe en el archivo de la catedral dicho privilegio del tenor siguiente: «In nomine Dei Amen; inter cetera virtutum potentia elemosyna maxime comendatur, Domino attestante qui ait: sicut aqua extinguit ignem ita elemosyna extinguit penam. Ea propter ego Adefonsus Hispanie imperator una cum filiis et filiabus meis et omni gnatione mea pro amore Dei et pro animabus parentum meorum, et peccatorum meorum remissione, facio cartam donationis clero et ecclesie S. Marie de Salamanca de illis XXXI hominibus qui laborant in ecclesia sedis S. Marie Salamanticensis, ut ab hac die non dent posta nec pecta nec fossadaria, sed sint liberi el absoluti ab omni voce regia quoad usque supradicta ecclesia sit perfecta... Facta carta in Salamanca die Ramis Palmarum X kldri, april. anno quo imperator tenuit Gaen circumdatam era ICX, imperante ipso imperatore in Toleto et Legione, in Galicia et Castella, in Naiara et Sarragocia, in Bactia et Almaria». Firman sus dos hijos con el nombre de reyes y con el de vasallos el conde de Barcelona y el rey de Navarra.
Con las regias mercedes y donaciones particulares que llovieron desde el principio sobre aquella iglesia, se erigió su cabildo en poder feudal con tierras y vasallos y lugares propios, cuyas rentas empleó en levantar un templo que por lo adusto y fuerte tomó apariencias de castillo. Las casas confiscadas a Flaino por no sé qué sacrílega ofensa contra el altar, le fueron concedidas en 1175 por el rey Fernando, tal vez para ampliación del edificio como inmediatas al corral de los canónigos, pues tres años más tarde, según otro documento, se construía su claustra. Con el mismo objeto probablemente adquirió el cabildo en 1299 por vía de permuta con el concejo tres calles contiguas; fecha en verdad adelantada, si una bula del papa Nicolás excitando con indulgencias la liberalidad de los fieles no mostrara que a fines del siglo XIII todavía estaba por concluir aquel suntuoso monumento.


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No hay que extrañar de consiguiente que sobre los bizantinos pilares se alce ya pronunciada y esbelta la ojiva, y que sus haces de columnas asentados sobre anchos zócalos circulares hagan muestra en sus románicos capiteles de un primor no común en esculturas de aquel género. Sus hojas de acanto compiten con las del más exquisito gusto corintio, y lo perfecto de sus ángeles, dragones, esfinges y variedad de menudos caprichos contrasta con lo enjuto y tosco de algunas estatuas de santos colocadas en el arranque de las bóvedas sobre repisas de mascarones, que avanzan de los mismos capiteles y que sólo en los brazos del crucero se ven hoy ocupadas por su correspondiente efigie. Una figura resalta en cada clave en la cual se cruzan los anchurosos arcos, cinco son las que se suceden en la longitud de la iglesia hasta el crucero, y cinco a cada lado las ojivas de comunicación con las naves menores, cuya oscuridad y proporciones reducidas realzan la luz y el desahogo de la principal. Aquellas carecen de ventanas; las de ésta conservan el austero medio punto, alrededor del cual gira una moldura cilíndrica continuando en cierto modo el fuste de las columnitas que las flanquean. Encima de la entrada, a la acostumbrada claraboya reemplaza un ajimez.
Al extremo de la majestuosa nave, que desembarazada ya del coro parece más extensa de lo que demuestran las medidas, elévanse una y otra vez los ojos con deleite insaciable al aéreo cimborio, labrado circularmente sin pechinas sobre el cuadrado asiento de los arcos torales; renuevan allí las gratas sensaciones que saborearon en Zamora y Toro, y después de voltear largo rato por su redondez y por su hemisférica estrella cuyos radios estriban en diez y seis columnas, buscan salida por cualquiera de las treinta y dos ventanas, tan bizantinas en carácter y en adorno, distribuidas en dos hileras por los entrepaños.
De los dos brazos del crucero el del evangelio fue cortado en parte al arrimarle la nueva catedral; el otro mantiene íntegras sus dos bóvedas, una de ellas con los arcos diagonales esculpidos en zigzag, sus ventanas idénticas a las de la nave mayor, y en el testero una claraboya orlada con lindas molduras del primer período gótico. En el conjunto y en cada una de las partes del templo, la gallardía ya que no la ligereza anda hermanada con la robustez que le valió el distintivo de fuerte entre las cuatro más célebres de España.
Alúdese al famoso adagio: “sancta Ovetensis, dives Toletana, Pulchra Leonina, fortis Salmantina”, que no creemos ni anterior a la última mitad del siglo XIII en que se construían la segunda y tercera, ni posterior a la entrada del XV en que se principió la de Sevilla.
Cierran el fondo de las naves tres ábsides torneados con destino a capillas; pero la mayor, más profunda que las otras, lleva bóveda apuntada, y presenta amoldado al hemiciclo de sus muros un curioso retablo del siglo XV. Es un compuesto de cincuenta y cinco tablas nada menos, alineadas en cinco cuerpos de once cada uno, todas de un tamaño, encuadradas todas por un medio punto con colgadizos y menuda arquería en las enjutas, representando su larga serie la vida y pasión del Redentor con mística expresión y pureza de estilo no indignas del pincel de Durero.
De época anterior parece por su mayor rudeza la pintura del juicio final trazada en el cascarón, en cuyo centro destaca sobre la oscuridad terrible y fulminante el Juez supremo, alrededor los ángeles sonando las trompetas con letreros que salen de sus bocas, los bienaventurados a la derecha vestidos de blanco, a la izquierda los réprobos empujados al abismo por horrendos demonios. Consta sin embargo que la hizo en 1446 Nicolás Florentino, de orden del obispo don Sancho de Castilla, con posterioridad al retablo que nuevamente se había puesto, y que atribuyéramos a la misma mano a no mediar la diferencia de estilo, pues mientras que el uno semeja retroceder una o dos centurias, el otro anticipa de medio siglo las buenas formas de Fernando Gallego.


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Al principio la capilla mayor no admitió en su privilegiado recinto sino tumbas de regios personajes.


En 1204 recibió los tiernos despojos de la infanta Mafalda, que no sabemos por qué azar, siendo hija del rey de Castilla, murió doncella en Salamanca sometida al de León, a menos que hubiese ido a visitar a su hermana la reina Berenguela.
En dicho año de 1204 se verificó la separación entre Alfonso IX y su esposa, quien poseía en Salamanca unas casas cedidas por ella el año anterior a la orden de Calatrava. De Mafalda hace mención la Crónica general nombrándola en sexto lugar entre los hijos de Alfonso VIII, a la cual parece se arregló la lápida nueva o renovada que se le puso detrás del retablo a la parte del evangelio:
«Aquí yace doña Mafalda, hija de Alfonso VIII y de la reina doña Leonor y hermana de doña Berenguela, que finó en Salamanca por casar en 1204».


Antes de 1279 bajó a ocupar el nicho ojival del lado de la epístola, que rodea triple hilera de figuritas como contemplando a la tendida efigie en traje de prebendado, el deán de Santiago y arcediano de Salamanca don Fernando Alfonso, hijo natural de Alfonso IX rey de León y de una doña Maura que yace en el claustro:
En un arco cerca del cabildo debaxo de la imagen de Nuestra Señora dice el libro de aniversarios hablando de doña Maura.
Flórez, que distingue acertadamente a este don Fernando de los dos hijos del mismo nombre que tuvo Fernando el santo de su primero y segundo matrimonio, demostrando que sólo a aquél competen las expresadas dignidades y el lugar del entierro, averiguó que su lucillo no tiene ni ha tenido epitafio; según lo cual habríamos de juzgar muy moderno el que se da por existente, aunque no pudimos verlo por impedirlo ciertos asientos fijos. La copia que se nos procuró dice así: «Aquí yace don Fernando Alonso, deán de Santiago y arcediano de Salamanca, hijo del rey don Alfonso IX de León y de doña Maura y hermano del santo rey don Fernando de Castilla; finó en Salamanca el año 1285». El año parece equivocado, pues en 1279, según el libro de aniversarios, se comenzaron a celebrar por él y por su madre. El día de su óbito parece fue el 10 de enero al tenor de cierta memoria de la catedral de León, de la cual era también canónigo.


Y en 1303 vino a reposar al lado del arcediano, cuya flaqueza no ocultaron siquiera sus dignidades eclesiásticas, su hijo Juan Fernández habido en Aldara López tal vez en la mocedad, varón poderoso y mayordomo mayor de Sancho IV, a quien de infante por lealtad a Alfonso X había combatido.
Refiere sus demás empleos la moderna lápida colocada detrás del retablo al lado de la epístola: «Aquí yace don Juan Fernández rico hombre, adelantado mayor de la frontera y merino mayor de Galicia, hijo de don Fernando Alonso y de doña Aldara López y nieto del rey don Alfonso IX de León, que finó en Salamanca, año de 1303».
Denominóse Cabellos de Oro y casó dos veces, la primera con María Andrés de Castro de quien tuvo sucesión, la segunda antes de 1282 con Juana Núñez de Lara, hija del señor de Valdenebro.


Siglo y medio más adelante un nieto del rey don Pedro, el dadivoso don Sancho de Castilla, descansó de su largo episcopado en el costado opuesto de la capilla que tanto se empleó en adornar; reuniósele al llegar la hora su digno sucesor don Gonzalo de Vivero, y una misma hornacina de medio punto cobija las urnas y las excelentes estatuas de los dos prelados, festonada de ancha franja de góticas labores con bustos entre los follajes.


La tumba de arriba lleva la siguiente leyenda: «Aquí yace el reverendo señor don Sancho de Castilla, obispo de Salamanca, que fundó el convento de Gracia y dotó en esta santa iglesia la misa cantada de nuestra Señora en los sábados, finó en el mes de octubre del año 1446». González Dávila cita un trozo de epitafio latino que permanecía en su tiempo: «Sanctius ille dives ac omnium presutum decus, conditur hoc tumulo...» No hemos podido averiguar por dónde descendía este prelado del rey don Pedro; si por el infante don Juan habido en doña Juana de Castro, como persuade el linaje de Castilla, no se sabe que éste tuviera más hijos que el don Pedro obispo de Palencia y doña Constanza priora de santo Domingo de Madrid; la crónica de Juan II calla su apellido, Zurita le hace natural del reino de Valencia.


El epitafio del obispo Vivero en el túmulo de abajo dice que fue hijo de González López Beamonde y de Mayor López de Vivero, consejero de Juan II, de Enrique IV y de los reyes Católicos, que fundó una misa de la cruz los primeros viernes de cada mes, y que murió en 20 de enero de 1480; el libro viejo del cabildo, según Dorado, pone su fallecimiento en 1482. Es dicho letrero reproducción del primitivo que Dávila vio ya muy gastado, y debajo del cual se leía a manera de verso: «Antistes magnus Guizdisalvus hic a Vivero-ima requiescit humo».


En otro nicho contiguo tienen sepultura Diego de Arias, arcediano de Toro en la catedral de Zamora, y Arias Díaz Maldonado de la misma familia, señores del Maderal y de Buena Madre que dejaron grandes heredades a la Iglesia al fallecer el uno en 1350 y el otro en 1374; pero lo renovado del bulto y del epitafio indica que no fue aquel su primitivo entierro y que ha sufrido traslación.
Verificóse esta en 1620 desde la inmediata capilla de san Lorenzo al construirse la pared de la catedral nueva.


Para no omitir ninguna de las inscripciones de dicha capilla mayor, no podemos menos de mencionar la que hay a la entrada de ella en letra gótica mayúscula, enumerando las indulgencias concedidas para el día de santa María de Agosto y su ochavario por los papas Clemente IV y Nicolás de la orden de frades menores, por cuatro arzobispos y veinte y nueve obispos.


Dedicada a San Lorenzo, cuya antigua pintura se ve en el gótico retablo con la del Calvario encima, estuvo desde muy atrás la capilla de la parte del Evangelio, y a san Nicolás la del lado de la epístola que comunica con el presbiterio por medio de un rico arco bizantino de hermosos capiteles. Yace en esta un obispo, que no obstante de faltar inscripción se sabe es el dominico fray Pedro que bautizó a Alfonso XI y murió en 1324, representado no toscamente encima de la urna donde aparece esculpido su funeral, debajo de una ojiva pintada de imágenes en su arquivolto interior y cuyo testero ocupa Jesucristo en actitud de juzgar en medio de dos figuras suplicantes.


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La angosta capilla de san Martín, que colocada debajo de la torre a la izquierda de la entrada disimula su anterior destino y hasta su existencia, guarda las cenizas de otros dos prelados:


De Pedro Pérez, fenecido en 1262, cuyas virtudes ponderan unos dísticos leoninos, y de Rodrigo Díaz que terminó en 1339 su carrera.


Es una pieza de cuatro a seis metros, oscura por haberse tapiado su tosca ventana, y cuyo primitivo uso no se adivinara sin el rótulo que se advierte por dentro debajo de un mal forjado nicho: Esta capilla es de san Martín confesor.


Del sepulcro de Pedro Pérez por haberse tabicado el arco no se ve más que la inscripción, alternando en sus renglones fajas negras y encarnadas:


«Hic presul Petrus Petri jacet: alma Maria,
Ejus sis animae dux, via, virgo pia.
Egregius socius, humilis, pius atque benignus
Vir fuit et patiens, prelati nomine dignus.
Omnibus hospitium fuit, et gaudens dare donum,
Cleri presidium, promptus ad omne bonum.
Hic expendebat dans cunctis quidquid habebat,
Hic dare non renuit, mens dare tota fuit.
Presule de Petro breviter volo dicere metro,
Quem tegit hec petra pea mea scribo metra.
Mors fuit ipsius multis lacrymabile funus.
Huic miserere, Deus qui regnas trinus et unus».


En el suelo al lado opuesto hay otro sepulcro sin epitafio, junto al cual y en el ángulo de la capilla se distinguen unas letras mal hechas y peor conservadas, en cuya serie se descifra el nombre del honrado don Rodrigo Díaz.


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Por fortuna subsisten en el otro brazo del crucero, formando una galería de nichos apuntados, cuatro sepulcros cuyo interés artístico compensa la falta de mitrados blasones.


Toscos son los relieves del primero, la adoración de los reyes en el fondo, y en la misma tumba la crucifixión, el entierro, el ángel con las tres Marías y la aparición de Jesús a la Magdalena; la yaciente estatua vestida de ropa talar, con la mejilla reclinada sobre la mano, representa, según dicen, a don Diego López, arcediano de Ledesma.


Adornada de cortas columnas y de gruesas hojas bizantinas en el arquivolto, y describiendo estrella los arcos de su cupulilla, encierra la segunda hornacina una bella efigie de mujer con tocas, que se llamó doña Elena y murió en 1272; y en la delantera de la urna se recuerda el llanto que se hizo entonces delante del cadáver y los extremos y alaridos de las plañideras, mientras que en el testero dos ángeles conducen el alma a su Hacedor.


Idéntica escena ofrecen las figuras del tercer sepulcro colocadas dentro de arquitos góticos con castillos en las enjutas: encima reposa el bulto de don Alonso Vidal, deán de Ávila y canónigo de Salamanca.


En el cuarto, perteneciente al chantro Aparicio, marca ya mayor adelanto el arte ojival exento de resabios bizantinos: adviértense graciosos vástagos de parra en las jambas del arco, ángeles bajo doseletes en las dovelas, lindos arabescos en el frisó, dos evangelistas en las enjutas, y las nueve figuras de que consta el grupo del Calvario en su fondo, y los relieves enteros de la adoración de los magos y de la presentación en el templo esculpidos debajo de la arquería del féretro se aproximan a una época de regeneración.


Los vivos colores y dorado de las estatuas y las pinturas de las paredes interiores completaban en otro tiempo el esplendor de estos fúnebres monumentos.


A falta de epitafios nos atenemos a la autoridad de Dorado respecto a las personas enterradas en dichas sepulturas. Ponz exageró su antigüedad al decir que por los extraños ornatos de ellas se viene en conocimiento de cómo se edificaba en el siglo X y XI. Las creemos del XIII o principios del XIV, menos la última que parece ya cercana al XV, y se nos hace duro el convenir con Dorado en que pertenezca al chantre Aparicio, el cual murió en 1274, según su lápida puesta en un ángulo del crucero:
«VII idus octobris obiit dominus Aparicius cantor Salmantinus, cujus anima requiescat in pace amen. Era MCCCXII. Pater noster».
Junto a ésta se encuentra otra de su predecesor en la dignidad: «XV kls. desembris obiit magister Joannes cantor salmantinus, cujus anima requiescat in pace amen. Era MCCCXI (1273 de C.) Pater noster».
Otra hay en la columna del crucero: «Aquí yaz doña Sancha fija de don Fernando e de Maria la muger que fue de Silvestre, finó era M e CCC e LXXII annos». No pudiera sospecharse que la doña Sancha, cuyo título y el de su padre contrastan con la condición humilde de la madre, fuese hija del arcediano don Fernando Alonso hijo de Alfonso IX, habida en diferente mujer que don Juan Fernández. Muerta ella en 1334 y él antes de 1279, no lo repugna la razón de los tiempos.


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Otros de menor aparato, ojivos o semicirculares, reducidos a lisos túmulos o señalados con escudos de armas, se hallan repartidos por las naves laterales, que carecen de capillas, si bien conservan algún retablo del Durero de Salamanca: Fernando Gallego, nacido en esta ciudad andada la mitad del siglo XV: pasa por obra suya el lienzo de san Andrés con un clérigo de rodillas colocado dentro de un nicho en el crucero. De estos retablos había más en tiempo de Dávila según su testimonio: «Esta iglesia no tiene a los lados hornacinas, y así en los pilares hay algunos altares, y en las paredes cantidad de encasamientos de entierros antiguos que representan grandeza».


Entre los entierros de las naves hay uno más reciente con pilastras y frontón, propio de don Cristóval Carvajal, arcediano de Alba, fallecido en 1647, cuyos revesados dísticos no merecen copiarse.


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Por grande que fuese el respeto que inspirara la augusta basílica a los arquitectos y capitulares del siglo XVI y del XVII, no pudo verificarse su unión y engaste en la nueva catedral sin experimentar, como acontece por lo común al vecino débil respecto del poderoso, lamentables quiebras y detrimentos.

Dejóse en pie el pórtico o vestíbulo, que es del ancho de la nave mayor y de construcción bizantina, aunque gótica la entrada y las dos figuras de la Virgen y san Gabriel con sus guardapolvos; pero vinieron abajo las dos fuertes y belicosas torres de su fachada, alta la una que servía de campanario, la otra mocha para aposento de un alcaide.
Así las describe Dávila que alcanzó a verlas. Dorado dice que la fachada era sencilla, consistiendo en la puerta principal por el mismo orden que la de Arce que sale al Patio chico, una ventana grande encima, un remate de cuatro almenas y las dos torres.
Y a la antigua portada principal, que la imaginación se complace en concebir más bella por su misma desaparición, sustituye un trivial aderezo de pilastras dóricas y corintias con una imagen de la Concepción sobre el arco.
Tampoco la cabecera del templo luce por fuera con el mismo desahogo que antes el gentil agrupamiento de sus ábsides románicos, uno de los cuales quedó absorbido por la contigua mole: sin embargó, aún hoy ostenta el del centro, correspondiente a la capilla mayor, sus canecillos, sus columnas, su cornisa ajedrezada, sus ventanas en los intercolumnios ricas de molduras y capiteles, y arriba como único vislumbre de transición una serie de rosetones cuadrifolios. Realzan esta perspectiva el ábside lateral y el ala del crucero que restan con ventanas análogas y un cubo de escalera suspendido sobre arquitos y terminado en aguja.

Pero la parte del monumento mejor preservada y aun tal vez embellecida con el contraste de las obras posteriores, a cuyo lado brilla su roja sillería como labrada y pulida de ayer, es sin duda el célebre cimborio denominado torre del gallo por el que figura su veleta.
Si parece bien por dentro, mejor campea por fuera aquella galería circular de arcos y columnas, interrumpida por cuatro cubos o enlazada mas bien por medio de las aspilleras que los taladran circuidas de sartas de perlas, levantándose en el intermedio de los cubos cuatro espadañas o frontones triangulares con tres aberturas cada uno como los de Zamora. En una cosa aventaja a sus compañeras la graciosa cúpula de Salamanca, y es en su remate piramidal con escamas de piedra, que descuella con señalado orientalismo entre las pirámides menores de las torrecillas.
Un enlosado semejante cubría en otro tiempo la iglesia toda más vistosamente que el actual tejado, formando una vasta plataforma con sus adarves y antepechos, que comunicaba probablemente con la robusta torre de la fachada, desde la cual los ballesteros del arcediano Anaya desalojaron a Juan II de la casa episcopal.
A Dávila debemos una puntual relación del coronamiento y cubierta del edificio tal como estaba aún en su tiempo: «Por la parte de afuera este cimborio es una pirámide de piedra escamada, acompañada de cuatro cubos y escaleras en caracol cerradas de medias naranjas y sus pirámides de muchas invenciones, muy fuerte y bien compuesto, y en los intervalos sus frontispicios cerrados sobre una manera de pilastrones. En lo alto de las bóvedas de este templo no hay maderamientos ni tejados, por estar todo cubierto de piedra labrada en forma de chapados con muy poca corriente; las bóvedas tienen por lo alto sus parapetos con su cornijamiento de gárgolas y modillones y algunos ornatos de varias invenciones».


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En 1178, al mismo tiempo que la catedral, se construía el claustro, y la puerta por la que comunica con el crucero despliega con pompa igual a su pureza el ornato bizantino en su primorosa cornisa y en sus dos únicas columnas, cuyos cortos fustes surcan oblicuas estrías trazando rombos, y cuyos capiteles entrelazan con animales y desnudas figuritas sus gentiles follajes.


Si a la portada correspondían, antes de la deplorable renovación que han sufrido, los arcos abiertos hacia el patio, cinco en cada una de sus alas, grave y rico si no grandioso debió ser el aspecto de aquellas galerías. Dos de ellas hermoseó con galanas techumbres en la primera mitad del siglo XV el obispo don Sancho; y a principios del siguiente Fernando Gallego prodigó allí más que en otro sitio cualquiera de su patria las correctas y brillantes pinturas que le valieron la palma entre sus coetáneas.
Varias subsisten en los altares de los ángulos o en nichos sepulcrales. Dichos cuatro altares están dedicados a Nuestra Señora, a san Miguel, a san Antonio de Padua y al misterio de la Epifanía.
Otras se perdieron al reedificarse el claustro hacia el 1780, no sabemos si por necesidad o por capricho, sin dejar rastro de su primitiva estructura.


Salváronse entonces las hornacinas de la decadencia gótica, donde yacen el benéfico arcediano Diego Rodríguez y el canónigo Francisco Rodríguez, fundador del colegio de las doncellas, juntamente con la tumba de su compañero Pedro Xerique en la mesa de un altar del renacimiento:
La urna del primero, colocada sobre tres leones, tiene grande estatua y escudo sostenido por ángeles, con esta inscripción: «Aqui yace el reverendo señor D. Diego Rodríguez arcediano de Salamanca, fallesció a XXIII de diciemb. de M y CCCCCIIII annos».
Abajo hay otro epitafio tal vez de un sobrino suyo: «Aqui yace Francisco Rodríguez de Ledesma racionero en esta iglesia, fallesció a veinte y cinco»...
La memoria del otro Francisco Rodríguez, muy conocido por sus virtudes y fundaciones, parece se le puso en vida según el letrero: «Aqui debajo se enterrará Francisco Rodríguez canónigo de Salamanca».


La tumba de Pedro Xerique compónese de un arco artesonado y columnas estriadas, y ocupa su centro una efigie de la Virgen: lleva la data de 1572 como observó Ponz, por consiguiente es posterior al sepulcro en cuya delantera resalta la figura del difunto puesta de lado. En el friso se lee: «Aqui yace el honrado Pedro Xerique canónigo de Salamanca que doctó las doncellas y dejó aquí otras memorias; murió a VII de Setiembre de MDXXIX años».
Este dio principio a la repartición de cincuenta dotes entre doncellas pobres, que se verificaba anualmente el jueves santo, en unión con el arcediano don Gutierre de Castro, cuyo entierro ha desaparecido con harto sentimiento de los artistas por un grupo que lo coronaba del descendimiento de la cruz, atribuido al cincel de Juan de Juní lo mismo que el bulto del finado.


Pero las lápidas de los antiguos capitulares del siglo XII, Justo, Romano, Bruno, Randulfo, Giraldo, y de alguna dama y algún caballero entre ellos sepultado, no merecieron otra cosa, que no fue poco de agradecer, sino ser colocadas sin orden por las paredes, a ejemplo de la gentílica romana que sabe Dios desde dónde y cómo había venido a juntarse con los entierros cristianos:
No será aventurado afirmar que la mayor parte de las lápidas pertenecen a canónigos que en aquel claustro seguían la vida seglar; así vemos nombrados a Bruno prior, a Justo concanónigo, a Randulfo doctor “qui physim novit utramque”; varios por el nombre parecen extranjeros, y a Pedro se le titula Aquensis o natural de Aix, probablemente la de Provenza. Es tal la dificultad de las letras y lo revesado de los conceptos en algunas, especialmente en la primera, que aunque auxiliados con las luces de dos dignos catedráticos de aquel seminario conciliar a quienes consultamos, no respondemos de haber acertado en todo:
1.- Al lado de la puerta de salida:
VI id. Martii obiit famulus Dei Randulfus era MCCXXXII (1194 de C.)
«Mense die decima Martis Randulfus ab ima
Parte fugit mundum, quem non quit claudere mundus;
Terrea nam terris mandantur, celica celis.
Sol radians titulis virtutum, flos sine labe,
Solus in occasu miseris est passus eclipsim
Randulfus plene qui phisim novit utramque;
Mens bene disposuit, sermo docuit, manus egit
Hujus dicta, bonus melior fuit optimus ipse;
Terra pauperibus moritus, vivens sibi celo».
La oscuridad de estos versos nos mueven a acompañar su traducción:
«El día diez del mes de marzo Randulfo desde la región inferior huyó del mundo, pues el mundo no podía ya encerrarle: lo terrestre va a la tierra, al cielo lo celestial. Sol radiante por el esplendor de sus virtudes, flor sin mancilla, en su ocaso no padeció eclipse sino respecto de los desgraciados. Randulfo, pleno conocedor de una y otra naturaleza de las cosas, cuya mente concibió bien, cuya lengua enseñó, cuya mano obró o realizó sus palabras, fue bueno, mejor, óptimo; murió para los pobres en la tierra, vive para sí en el cielo».
2.- Esta inscripción, puesta por una madre a sus dos hijos mancebos, es tierna y sencilla y recuerda las romanas; la repetición del “sua” en el tercer verso parece error del lapidario, cuando tan fácilmente a la segunda vez podía sustituirse por “pia”.
«Martinus juvenis et junior Eneco Christo
Ambo germani tumulo tumulantur in isto,
Quos sua deflenda sociat sua mater Osenda».
3.- Septimo idus Martii obiit famula Dei Urraca junior.
4.- Era MCCXV (1177 de C.) obiit Justus concanonicus.
5.- Quarto nonas Martii obiit famulus dei Romanus era MCCXXX (1192 de C.)
6.- En esta pequeña lápida figura diseñado un edificio bizantino por entre cuyos arcos y por cima del cual corre la inscripción de pésima letra. Del nombre del difunto no estamos muy seguros.
«Era MCC... XXIII.
Vir pius atque fidus, vir simplex justus, in idus
Septembris moritur Adamus et hic sepelitur.
Terrea terra tegit, celo pars celica degit,
Utraque natura servavit sic sua jura».
7.- Tertio Kls. junii obiit phamulus Dei Petrus Aquensis era MCCLI (1213 de C.) En la orla de un arco de herradura perfilado al pie del letrero se lee en menudos caracteres: «Petro qui vocabatur nomen ejus».
8.- Dudamos de la primera palabra de esta inscripción; en la última no es fácil reconocer al través de su mala ortografía la Erynnis de los gentiles tomada aquí por infierno.
«..mo Giraldus ego, sed celi culmine dego,
Hic caro nostra cinis, animamnon terret herinis».
9.- «Brunus Prior et magister Jordan...»
La lectura de las palabras siguientes no satisface, pareciendo concluir con la de Olmaro.
10.- «Aquí yaz don Gomez de Anaya que finó XXIIII días de decembrio en la era M et CC et XXVIII annos (1190 de C.)».
El lenguaje de esta lápida parece bastante posterior a su fecha: es el más antiguo de los Anayas que se conoce en Salamanca, y su hijo Fernán Gómez vendió a la reina Berenguela las casas que luego dio ésta en 1203 a la orden de Calatrava.
La lápida romana dice así: JULIA BASSINA - MARITO - INDULGENT.

Algunas habrán desaparecido como la que cita Gil González en que leyó o creyó leer Martinus cardinalis, infiriendo con esto sin más datos en el episcopologio un Martín cardenal y obispo en 1201 durante un año solo.


***


Contemporáneos de la fundación del claustro son los portales de plena cimbra flanqueados de columnas que se notan por los ánditos, por más que las estancias a que introducen hayan experimentado después alteración en sus formas o en su destino.

Una de ellas es la sala capitular adornada de buenos cuadros, en cuyo vestíbulo se muestra la gótica silla presidencial de tres asientos labrada de menuda arquería.

Las demás puertas dan entrada a cuatro grandes y célebres capillas.


De ellas, parece la más antigua por su fábrica la que por su fundación pasa como más reciente, la capilla de Talavera o de San Salvador.


Forma su bóveda un cimborio octágono muy semejante al del templo, cuyos arcos irradian desde la clave adornados de molduras bizantinas buscando el apoyo de las gruesas columnas de los ángulos suspendidas sobre unos mascarones, y pareadas ventanas de medio punto perforan sus ocho lienzos.


Siglos por tanto debía llevar de existencia cuando al empezar el XVI Rodrigo Arias Maldonado, llamado el doctor de Talavera, consejero de los reyes Católicos y abuelo del malogrado don Pedro adalid de las Comunidades, instituyó en ella doce capellanías para celebrar allí los oficios según el rito mozárabe, a ejemplo de las que acababa de crear el gran Cisneros en su catedral Toledana. Dotó pues la capilla, no la erigió según comúnmente se piensa, que harto va de su arquitectura a la del renacimiento, y su monumental aspecto se adapta con cierta propiedad a la veneranda liturgia de los Isidoros e Ildefonsos continuada en aquel recinto hasta nuestros días.


Murió, según la lápida que tiene al lado del evangelio, en 1517, cinco años solamente antes que su desgraciado nieto. Dorado menciona otro sepulcro del canónigo Alonso de Vivero, de últimos del siglo XV, cubierto por un pequeño altar. La pintura del descendimiento de la Cruz que ocupa el principal, parece obra de Gallego.


Una cúpula parecida cubre la capilla de Santa Bárbara, con la diferencia de ser apuntados y no semicirculares los arcos que la sostienen.
Lo son también del primer período ojival las seis hornacinas abiertas en los costados y adornadas de frontones triangulares.


Dos de ellas contienen efigies de un caballero de luenga barba, talar ropaje y espada colosal, y de un canónigo o doctor rodeado de blasones, y pudiera atribuirseles mayor antigüedad si no constase que la capilla data de mediados del siglo XIV. El caballero, según Dorado, es García Ruiz, el canónigo García de Medina tesorero y catedrático que falleció en 1474; más antigua parece la estatua.


Fundóla el obispo Juan Lucero, servidor harto complaciente del rey don Pedro en la celebración del matrimonio con doña Juana de Castro: la muerte previno su traslación a la silla de Segovia en 13 de octubre de 1359, y fue sepultado allí en medio debajo del túmulo que sirve de lecho a su estatua, cubierto durante muchos siglos por la mesa del tribunal académico que por inmemorial costumbre verificaba los exámenes y confería los grados de licenciatura en aquel sitio, donde se preparaban los aspirantes con un encierro de veinte y cuatro horas. El retablo de la santa titular pertenece al siglo XVI.


Si la capilla de Santa Catalina, vulgarmente llamada del Canto, tuvo el honor que la tradición le atribuye de ver reunidos dentro de sus muros los sínodos y concilios provinciales, ciertamente no lo disfrutó desde el principio, pues bien indica haber alcanzado ya el apogeo del arte gótico su espaciosa nave, alumbrada por grandes y boceladas ojivas, adornada de gallarda crucería en sus tres bóvedas y de escudos de armas en sus claves. Hoy yace desmantelada y sin uso, como sin bultos ni inscripciones los lucillos puestos a los lados de la entrada.


Más preciosidades encierra la capilla de San Bartolomé, nave no menos vasta que la otra y de crucería no menos elegante, tachonada en su bóveda de estrellas sobre fondo azul, venerable por el oscuro tinte que ha tomado la sillería de sus paredes.


Aunque construida en el siglo XV ya muy entrado, todavía asoman en las ménsulas de su exterior estraños mascarones y testas de carácter casi bizantino.


Existía allí la enfermería del cabildo y la escuela donde se formaban los ingenuos pintores de la Edad Media. Afirman los continuadores de Dorado, con referencia a un libro antiguo de actas capitulares, que tuvo el cabildo un maestro de pintura que daba sus lecciones en la capilla de la enfermería capitular donde es hoy la de Anaya.


En 1422 don Diego de Anaya, ilustre hijo de Salamanca y su obispo hasta 1408, desposeído a la sazón de su mitra de Sevilla por un competidor más poderoso y retirado en el monasterio de jerónimos de Lupiana, alcanzó de su sucesor y de los canónigos aquel local para edificar una capilla donde enterrarse, dedicada al mismo santo cuyo nombre había dado a su célebre colegio.


Alrededor de ella dispuso doce nichos sepulcrales destinándola a panteón de su familia, y en efecto muchos están ocupados por colosales estatuas y marcados arriba con sus blasones.


En el más próximo al altar a la parte de la epístola, descansa un caballero vestido de larga túnica y turbante, según el traje oriental que afectaban a veces los cortesanos del siglo XV.


Rodean la urna venerables figuras del Salvador y sus apóstoles, y ocupa la testera el Padre eterno mostrando a su Hijo crucificado.


Más abajo se ve una mujer con toca y rosario en las manos.


A los pies de la capilla, debajo de la tribuna del órgano bordada de arábigos casetones en su repisa, llama la atención una conyugal pareja.


Él por su extraño tocado morisco y por las exquisitas labores de toda su armadura y de su almohada, ella por sus delicadas manos y belleza de su semblante que realza lo rizado de la toca.


La escultura es de fines del siglo XV o de principios del siguiente, y en opinión de algunos representa a don Gabriel de Anaya que murió en América y a su mujer doña Ana que se retiró al convento de Santa Ana, padres de doña Catalina de Anaya que casó con Andrés de Guadalajara, secretario de la Universidad por espacio de sesenta y seis años. No los menciona el historiador del colegio de San Bartolomé en su genealogía de los Anayas.


A su lado y enfrente del altar yace con traje parecido doña Beatriz de Guzmán, mujer de Alonso Álvarez de Anaya, hermano primogénito del obispo, y única que tiene epitafio.


De los dos hijos que dio al prelado en su juventud doña María de Orozco, el uno Diego Gómez aparece al lado del evangelio ricamente armado, con preciosa espada, con gorra en la cabeza y un león a sus pies.


Entró éste en el colegio de su padre en 1417 y fue en 1424 comisionado por la ciudad a Roma para prestar obediencia al papa Martino V. Falleció en 1457 con mejor opinión que su hermano, no debiendo confundirse con el hijo de éste llamado Diego también y de sobrenombre el tuerto por un ojo que le sacaron con un pasador en tiempo de los bandos, y acabó por morir a manos de don Martín de Guzmán, a quien había injuriado tiempo atrás en un día del Corpus.


En cuanto al revoltoso arcediano Juan Gómez, el César Borja de Salamanca, créese que ocupa la hornacina inmediata al retablo, sin más distintivo que los timbres que manchó con su estragada vida.


Además de estas tumbas empiedran el pavimento multitud de losas con figuras de perfil y góticos letreros.


Reservó para sí el centro de su capilla el fundador, y no omitieron medio sus testamentarios para que el mausoleo fuese digno del maestro de los hijos de Juan I, del que sucesivamente empuñó el báculo de Túy, Orense, Salamanca, Cuenca y Sevilla, del amigo del papa Luna, del embajador al concilio de Constanza, y por último, que es lo que más le envanecía y mejor ha conservado su fama a la posteridad, del creador del colegio de San Bartolomé. 


La urna es del más puro alabastro; cinceláronla artistas cuyo nombre si se averiguara resultaría acaso uno de los más distinguidos o al menos mereciera serlo en adelante.


Los diez leones que la aguantan, los obispos y frailes franciscos agrupados en sus ángulos de tres en tres bajo doseletes, el apostolado que escolta al Redentor y las doce santas que acompañan a la Virgen dentro de los lobulados arquitos de los costados, el Calvario esculpido a la parte de la cabecera y el escudo de armas entre dos ángeles a la de los pies, todo corresponde y aun excede al primor que de la época podía esperarse, pero con más especialidad la grande efigie del prelado que reclina sobre cuatro almohadas su cabeza y cuyo sueño parecen guardar un león, un perro y una liebre. No se sabe si admirar más en ella lo acabado del rostro o lo magnifico del ropaje.


Del gusto del renacimiento tiene ya bastante la delicada reja que cerca el sepulcro, vestida de menudas guirnaldas en sus pilares y frisos y sembrada de figuras y centauros entre la graciosa hojarasca de su remate.


La inscripción calada alrededor dice así: «Aqui yace el reverendo, ilustre y magnífico señor don Diego de Anaya, arzobispo de Sevilla, fundador del insigne colegio de Sant Bartolomé, falleció anno del Sennor de myll quatrocientos treynta e siete annos».


Fue hijo don Diego de Pedro Álvarez de Anaya y de doña Aldonza Maldonado, y debió nacer años antes de 1367, no siendo regular que a sus veinte años se le confiara la educación de los infantes don Enrique y don Fernando y se le confiriese la mitra de Túy.


Es inverosímil la cuestión que se supone tuvo en el concilio de Constanza con el embajador de Borgoña arrancándole del asiento para sentarse en él, con lo cual se pretende explicar la adopción de las bandas Borgononas en su escudo que sorprendió a Carlos V al visitar el colegio. Calumniándole como a fautor del cisma se alcanzó de Martino V su privación del arzobispado de Sevilla para darlo a Cerezuela, hermano de D. Álvaro de Luna, y aunque el papa en 1423 mandó reponerle, no tuvo efecto hasta 1434 en que pasó Cerezuela a Toledo, habiéndose entretanto arreglado los dos contendientes mediante una pensión que percibía Anaya. Murió éste poco menos que octogenario en Cantillana, cerca de Sevilla, donde hizo su testamento en 26 de setiembre de 1437.


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Estas espléndidas adiciones no disimulaban la irremediable estrechez del templo, antes despertaban el deseo y hacían sentir casi la necesidad de una construcción más en armonía con el brillante gusto y vastas dimensiones que iban desplegando las nuevas obras en la península y con el crecimiento y lustre que adquiría Salamanca.
Los reyes Católicos en 1491 desde Sevilla solicitaron gracias del pontífice para dar a la antigua catedral, que parecía ya oscura y baja, más digna sucesora.
Copia Dávila la carta que escribieron en 17 de febrero al cardenal de Angers, de la cual tomamos las cláusulas siguientes: «Facemos vos saber que la ciudad de Salamanca es de las insignes, populosas e principales ciudades de nuestros reynos, en la qual hay un estudio general donde se leen todas las ciencias, a cuya causa concurren en ella de contino muchas gentes de todos estados. E la iglesia catedral de la dicha ciudad es muy pequeña y escura y baxa, tanto que los oficios divinos no se pueden en ella celebrar segun e como deven, especialmente en los dias de las fiestas principales por el grande concurso de gente que a ella viene. E por la gracia de Dios la dicha ciudad de cada dia se ha acrecentado e acrecienta. E considerando la mucha estrechura de la dicha iglesia, el administrador e dean, e cabildo de ella han acordado de la edificar de nuevo, haciendola mayor como sea, menester e convenga segun la poblacion de la dicha ciudad, porque segun la forma y edificio que la dicha iglesia tiene, no se puede acrecentar sin que del todo se desfaga».
Pero su elección no quedó definitivamente resuelta sino durante la estancia que hizo Fernando en la ciudad por el invierno de 1508.
Al año siguiente por el mes de noviembre y al otro por el de enero, vemos dirigidas apremiantes órdenes a Antón Egas, maestro de la iglesia de Toledo y a Alfonso Rodríguez de la de Sevilla para que pasaran a reconocer el sitio y hacer la traza; y en 2 de mayo de 1510 presentaron ya delineado en pergamino su modelo y su dictamen acorde en los puntos principales. No lo estaban empero los pareceres del cabildo y aun los del público acerca de la designación y líneas del solar y a fin de acallar perpetuamente tales divergencias el nuevo obispo don Francisco de Bobadilla, hijo de la insigne amiga de Isabel la Católica, que acababa de suceder a don Juan de Castilla, convocó a nueve famosos arquitectos que tuvieron en 3 de setiembre de 1512 aquella junta tan señalada en la historia del arte. De los dos autores del proyecto no asistió sino Antón Egas, pues Rodríguez había pasado a la isla de Santo Domingo; los ocho restantes fueron Juan de Badajoz, maestro de León, Juan Gil de Hontañón, Alonso de Covarrubias, Juan Tornero, Juan de Álava, Juan de Orozco, Rodrigo de Saravia y Juan Campero.
A los nombres de Gil, Tornero, Álava, Orozco y Saravia en la interesantísima declaración que publicó Ceán Bermúdez sigue en blanco el de la población de donde eran vecinos o maestros: de Álava se sabe lo era de Plasencia, Orozco pudiera ser padre o hermano del que hacia 1537 trabajaba en la fachada de San Marcos de León o tal vez él mismo. Se equivoca pues en el número de los arquitectos y en la persona y calidad de algunos González Dávila al decir que las trazas de Hontañón, que no eran de él sino de Egas y Rodríguez, fueron examinadas y aprobadas por Juan de Badajoz, Covarrubias, Felipe de Borgoña, maestro de la catedral de Sevilla, y Juan de Vallejo de la de Burgos; pues los dos últimos no asistieron a la célebre junta, que acaso confunde el autor con alguna de las frecuentes que se hicieron en las obras durante los primeros años.

Fijaron las medidas, las proporciones, el espesor de los muros; y al citar las ventajas del local que unánimes escogían y los inconvenientes de las opiniones que desechaban, se conoce que atendieron mucho, no menos que a la posición del edificio respecto de los Estudios o Universidad, a la conservación de la torre y del claustro que de las otras maneras no habría podido lograrse.
Sea por no carecer durante muchos años de iglesia donde celebrar los oficios divinos, sea por razones más artísticas aunque no expresadas en el citado informe, arquitectos y canónigos parece convinieron en dar el casi único ejemplo (el único tal vez! sea dicho para baldón de la humanidad) de fabricar lo nuevo sin demoler lo antiguo, y de no regatear unos cuantos pies de tierra para que lo antiguo viviera y aun si se quiere rindiese parias a lo nuevo.
Al fin aquellos buenos maestros, descendientes legítimos de los pasados y constructores a lo gótico todavía, no habían echado de ver en los monumentos de la Edad Media la barbarie que luego se propuso desterrar el grande Herrera, y pudieron usar con la basílica del siglo XII de una consideración o tolerancia que han acabado por agradecerles los más exclusivos seguidores del greco-romano.

Sólo restaba, según propuso el prelado al cabildo en 6 de setiembre, elegir al que había de poner en obra el grandioso plan; y, con preferencia a Egas inventor de él, fue nombrado maestro principal por su experiencia, suficiencia y peritud Juan Gil de Hontañón, y aparejador Juan Campero, con crecidos salarios los dos, corriendo de su cuenta el tomar los oficiales.
Al maestro se le señaló el sueldo anual de cuarenta mil maravedís ora ande la obra ora no ande, y el de cien maravedís por cada día que trabajase en ella; al aparejador veinte mil maravedís al año y dos reales y medio por jornal. El salario se pagaba por cuadrimestres, los jornales por semanas; a uno y otro se exigieron fianzas por un cuento de maravedís. Estipulóse entre otras cosas que Juan Gil hubiese de residir en Salamanca al menos la mitad del año interín se desocupara de las obras que tenía pendientes en otros puntos, terminadas las cuales se domiciliara fijamente en ella hasta la conclusión de la catedral; que enmendara a su costa los errores que en ausencia suya se cometiesen y los perjuicios de paralizarse la fábrica, y que el aparejador en ningún tiempo pudiera marcharse sin licencia. No la había pedido Campero al cardenal Cisneros, de quien en el citado informe se titula maestro, para abandonar la construcción del convento de franciscanos costeado por aquél en Torrelaguna, y no evitó la prisión sino refugiándose a una iglesia, hasta entrar en arreglo con su ofendido protector cuya fundación llevó a cabo. Más adelante le hallamos empleado en Segovia.


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Una lápida gótica en el ángulo derecho de la gran fachada recuerda que en 12 de mayo de 1513 se puso la primera piedra del templo (dice así: «Hoc templum inceptum est anno a nativitate Domini millesimo quingentesimo tertio decimo, die Jovis, duodecima mensis Maji»); y no obstante de andar atareado en Sevilla Juan Gil con la reedificación del cimborio de la catedral, no parecían resentirse de sus frecuentes ausencias la dirección de la fábrica ni la actividad de los operarios.
Los estribos, los muros, las tres puertas del astial (fachada) se elevaban a vista de ojos rápidamente. A fines de 1520 se obligó a dar concluidas en dos años hasta el alto de la nave mayor las cuatro primeras capillas del costado del norte y su obra exterior, sin incluir las imágenes de la puerta del taller o de Ramos, mientras que su compañero Juan de Álava tomó a destajo las tres primeras del lado de la torre. Cuantos eminentes constructores contaba entonces España, venían por su turno y anualmente casi a inspeccionar los magníficos trabajos, en 1515 el maestro Martín de Palencia Francisco de Colonia de Burgos, en 1522 el mismo Colonia y Juan de Badajoz, en 1523 Enrique de Egas de la familia de Antón Egas el trazador, Juan de Rasinas y Vasco de la Zarza, en 1524 el citado Egas, Covarrubias y Felipe de Borgoña; todos hallaron poco o nada que enmendar, bien que sus observaciones pudieron en algo modificar el proyecto. Ayudado de sus hijos Juan y Rodrigo y emprendedor como montañés el buen Gil de Hontañón, juntamente con la catedral de Segovia que inauguró a mediados de 1522, ésta conforme a su propia traza, llevó adelante la de Salamanca con infatigable tesón hasta que terminó sus días en el verano de 1531.
Bajo la dirección de Juan de Álava que entró a sucederle, no desmayaron un punto las obras, pues en un año, de 1531 a 32, erigió los diez pilares de la nave mayor hasta el crucero por un millón de maravedís el hábil cantero Juan Sánchez de Alvarado.
Por muerte de Álava en 1537, encomendóse a Rodrigo Gil la continuación de la empresa comenzada por su padre, y obtuvo en ella tal renombre que se le ha atribuido comúnmente toda la prez de la ejecución con la misma inexactitud que a Juan Gil la del pensamiento.
Con el auxilio de su aparejador Domingo de Lasarte, vizcaíno, tuvo Rodrigo la gloria de dar terminada en 1560 la mitad del templo hasta la intersección de las naves, de suerte que a 25 de marzo de dicho año se trasladó solemnemente del antiguo al nuevo, la celebración de los oficios divinos, y este fausto suceso se consignó en una lápida contigua a la que marca su principio. Está en la indicada esquina mirando al norte, así como la de la inauguración al poniente: «Pio IIII papa, Philippo II rege, Francisco Manrico de Lara episcopo, ex vetere ad hoc templum facta translatio XXV mart. anno a Christo nato MDLX».


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Antes de proseguir la historia de esta fábrica tan encarecida, no en verdad sin fundamento, detengámonos a examinar la parte que toca al primer período, fijándonos de pronto en la fachada, que es por donde se empezó.

Pertenece a la decadencia gótica, sin mezcla apenas del estilo del Renacimiento; y se compone de tres portadas, divididas entre sí por gruesos y salientes machones, y cobijadas en su parte superior por tres grandes arcos de medio punto recamados de colgadizos, sobre los cuales corre de un extremo a otro a la altura de las naves laterales un calado antepecho. Dos ingresos escarzanos forman la puerta central, ostentando figuritas en sus dobelas y en su pilar divisorio una bella estatua de la Virgen bajo doselete; y así estos como otros dos arcos sobrepuestos que contienen medios relieves exquisitos del nacimiento del Hijo de Dios y de la adoración de los magos, quedan encerrados por uno irregular en sus caprichosos ángulos y rompimientos, cuya ondulante y trémula curva guarnecen copiosas molduras y follajes e imágenes con sus guardapolvos. Su vértice toca a la repisa de un magnífico Calvario donde campea el Crucificado entre la madre y el Discípulo, acompañándole a los lados las efigies de San Pedro y San Pablo, todas dentro de arcos de tres curvas de los cuales penden sutiles encajes: escudos de armas, medallones, y en lo más alto una figura de San Miguel llenan los escasos huecos de esta especie de retablo, al cual sólo falta sobriedad y el resalte y profundidad debida para producir mejor efecto. El que en monumentos del postrer tercio del siglo XV, en San Pablo de Valladolid por ejemplo, ha observado ya el sistema De compresión y aplastamiento, la adulteración de la ojiva, la acumulación de órdenes sin objeto ni sentido, la exuberancia y licenciosidad en el ornato, y demás síntomas que anunciaron la muerte del arte gótico, no lamentará encontrarlos en éste, erigido tantos años después, y aun se admirará de verlos estacionarios y no progresivos, salvo la aparición de uno que otro detalle plateresco, y compensados generalmente por la bondad de la escultura. Las puertas laterales son de arco trebolado, sobre el cual van avanzando por orden otros dos semicirculares con su acostumbrada guarnición de colgantes y con los blasones del cabildo en sus enjutas: ciérralos una imposta o cornisa delicadamente trepada, y en el luneto superior se abre una claraboya entretejida de arabescos para dar luz a la nave correspondiente. A fin de no dejar nada desnudo, hasta los machones se ven salpicados de nichos para estatuas que no llegaron a ponerse.
Si se exceptúa el segundo cuerpo que levanta más allá del antepecho sus cubos y agujas de crestería y su frontón triangular, marcando lo que sobresale a las naves menores la principal hacia la cual comunica su triple ventana de medio punto, no vacilamos en atribuir al primer maestro la construcción de toda esta fachada con la competente ayuda de escultores e imaginarios. En un documento de 1523 se menciona ya la puerta central con el nombre de la Tanfixa, que creemos tomó de la transfixa o Virgen dolorosa que se halla en el Calvario de arriba. En otro se hace mérito del cubo de escalera que asoma en el ángulo derecho ceñido de anillos de gentil hojarasca, y de la puerta de Ramos, entonces del Taller, que es la segunda de las cuatro capillas del costado septentrional tomadas por Juan Gil a destajo. Guarda esta una completa analogía con las de la fachada; la misma sobreposición de arcos, el mismo ondeamiento de guirnaldas y figuritas siguiendo los lóbulos del arquivolto superior, el mismo primor en la talla, la misma profusión de efigies, repisas, doseletes, escudos y labores de todo género, y también por desgracia la misma escasez de bulto en las partes, tan ingrata como la falta de términos en un cuadro. En el contrato, como hemos visto, se excluyeron, y reserváronse para otra mano probablemente, las imágenes que debían adornarla, es decir, el relieve entero de la entrada de Jesucristo en Jerusalén, los Doctores de la iglesia menudamente figurados en las sinuosidades del arco grande, las estatuas de los dos apóstoles a los lados de la claraboya, y las de los cuatro evangelistas en los estribos inmediatos grandiosas, pero un tanto amaneradas, con otras que no se realizaron. El desnivel del terreno se remedió posteriormente con una ancha lonja o atrio cercado de pilones y cadenas, que sirve de pedestal al edificio por los lados de poniente y norte y realza su magnificencia.
Vista de flanco la catedral, presenta en graduada altura el triple muro de sus capillas, nave lateral y nave mayor, y la triple serie de botareles y afiligranados crestones que lo fortifican y embellecen. Desde allí puede estudiarse la sucesión de las obras, cada vez más apartadas, por la influencia del tiempo, del primer estilo en que fueron concebidas. Los primorosos follajes que festonean las ventanas de las capillas, labrados a vista del mismo Juan Gil, aventajan al ornato de los ajimeces de las naves, y las trepadas barandillas de los dos órdenes inferiores vienen a degenerar en el de arriba en simple balaustrada, que continúa encima de las alas del crucero. Construido este en la segunda época, demuestra los esfuerzos no siempre dichosos de sus artífices en conformarse al plan prefijado y en dar al todo homogeneidad; coronaron de pirámides de crestería los altos y robustos contrafuertes, prodigaron boceles y entalladas hojas en los arcos tricurvos, sembraron las jambas, el muro y los estribos sin orden ni concierto de nichos, que vacíos de figuras con su agudo pináculo y su torneada repisa parecen lámparas o incensarios suspendidos. La portada que tiene al norte se ve tapiada, supliéndola la de Ramos abierta en la misma dirección; la del brazo de mediodía viene a agruparse pintorescamente con el venerando ábside del templo bizantino.

Al abrirse la nueva iglesia al culto en 1560, hallábase reducida, como ahora la de Valladolid, al espacio que media entre los pies y el crucero; de consiguiente aquellas cinco bóvedas primeras de las tres naves son las que más genuinamente corresponden a la concepción primitiva. Hubo dudas en la junta de los nueve sobre dar a las laterales igual altura que a la del centro, según empezaba ya a acostumbrarse, pero se resolvió con mejor acuerdo dejarlas un tercio más bajas, y aun así quedan bastante elevadas sin negar a la mayor el tradicional homenaje. Los pilares redondos y estriados despliegan sus boceles más arriba del anillo de follaje que les sirve de capitel, para formar las aristas de las bóvedas que esmaltan doradas claves en sus cruzamientos. Fluctúan indecisos, por decirlo así, entre la ojiva y el medio punto los arcos de comunicación y los de las capillas, mostrando estos en sus enjutas la jarra de lirios con el lema de la salutación angélica que constituye el blasón capitular, y aquellos unos medallones con lindos bustos sugeridos por el renacimiento; por cima de unos y otros se prolongan vistosos andenes o galerías, con la diferencia de que la inferior lleva un antepecho gentilmente calado y la superior una balaustrada, y de que la guirnalda gótica que ciñe el pie de entrambas presenta en la primera mayor finura y preciosos ángeles y animalitos entre sus hojas. Al paso que se eleva la fábrica, vese por dentro lo mismo que por fuera, declinar la pureza de su carácter; así que las ventanas, que en las naves menores constan de tres ojivas con rosetones en su parte superior, en la principal adoptan ya el semicírculo formando arcos pareados y más adelante tres, de los cuales es mayor el del centro, sin reminiscencia casi del viejo estilo. Pocas de las unas y de las otras conservan sus vidrieras de vivos colores pintadas de figuras, que se pusieron muy tarde, pues en la mitad posterior del templo abundan más que en la primera.


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Hubo entre la construcción de las dos un intermedio de calma si no de suspensión completa, en que suplían a Rodrigo Gil de Hontañón, absorbido en proseguir la catedral de Segovia sus aparejadores Domingo de Lasarte hasta 1572 y más adelante Pedro de Gamboa, el cual, fenecido en 1577 el maestro, acabó por sucederle en el cargo y hasta en la habitación que le tenía señalada el cabildo.
Después que cesó Gamboa en 1585, se paralizaron hasta tal punto las obras por falta de recursos, que a principios de 1588 hubo de ser despedido el maestro Martín Ruiz.
Pero sea que el abandono produjese en los ánimos una reacción generosa, sea que suscitara inesperados bienhechores o deparase medios desconocidos, antes de ocho meses quedó acordada en junta capitular su continuación. Ya la restaurada arquitectura greco-romana alcanzaba tal crédito y reverencia, que se puso en tela de juicio si se arreglaría a ella lo que restaba por edificar, o si se haría como hasta entonces a lo moderno, nombre que se daba al arte gótico respecto del antiguo: consultáronse profesores, sometiéronse a examen las trazas que había dejado Rodrigo Gil formadas sin duda sobre las de sus antecesores, se presentaron otras nuevas en ambos géneros, y hasta fue llamado el inapelable Juan de Herrera. No se sabe que viniese, ni consta su dictamen que no podía ser dudoso; oyóse en primer lugar el de Juan Andrés vecino de Cuenca, pidióse luego, el suyo a Martín de Vergara, maestro de las obras de Toledo y a Juan de Ribero Rada de las de León, y éste tuvo con Juan de Nantes y con otros varias conferencias de que no resultó sino discordia de pareceres.
Al cabo prevaleció por impensada dicha el gótico sobre el romano mediante unánime voto del cabildo en 18 de febrero de 1589, y fue nombrado maestro mayor Ribero Rada, cuyos planes merecieron la preferencia. No consta que por librarse de la confusión de opiniones el prelado y cabildo remitiesen las trazas al católico rey Filipo, como escribe Dávila, para que con sus arquitectos declarase lo más acertado, ni que el rey decidiera la cuestión a favor del plan antiguo conforme al dictamen de Ribero. Nada sin embargo tendría de inverosímil atendida la verdadera ilustración de Felipe II en materias arquitectónicas, superior al exclusivismo de Herrera.
Para emprender de nuevo los trabajos fijóse el aniversario de la inauguración de los primeros, el memorable 12 de mayo, día que se celebró con misa solemne y procesión, con músicas y repiques, con fuegos y luminarias.


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El grandioso crucero que corta las tres naves igual en sus medidas a la del centro, la capilla mayor que llena el espacio de dos bóvedas, las naves laterales que por los costados y por la espalda la rodean, fueron desenvolviéndose con tal uniformidad, salvo algunos detalles, respecto de la porción ya construida, como si el arquitecto se limitara a ser un mero ejecutor del proyecto primordial.

Una sola innovación se permitió hacer en éste Juan de Ribero, ciertamente poco digna de aplauso, y fue cambiar en cuadrada la planta octogonal que se marcaba al cerramiento de las naves del trasaltar, con la mira sin duda de levantar en los ángulos dos torres que correspondiéndose con otras dos de la fachada cogiesen en medio la cúpula a semejanza del soberbio tipo Escorialesco.

Once años dirigió la fábrica Ribero, y al fallecer en octubre de 1600 todavía dejó que hacer a toda la siguiente centuria que la continuó con intermitente solicitud.


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En su decurso y especialmente de 1618 en adelante fue cuando sufrió la catedral vieja, que alcanzó casi intacta Gil González, mayores trastornos y mutilaciones, gratuitas las más e innecesarias para el complemento de la nueva.

Ya sobre el pedestal de la antigua torre fuerte, que tanta importancia tuvo en las conmociones de la ciudad, y que como buena y singular pieza, se propusieron al principio salvar los maestros consultados en 1512 metiéndola en el futuro edificio, había fabricado la suya el renacimiento «bien adornada y enriquecida de obra de mazonería con algunas cosas de la orden compuesta» según la describe Dávila, haciendo olvidar sus belicosos antecedentes.
Declararon entre otras cosas que la pared del astial o fachada, se empezase 49 pies adentro de la esquina de la torre, de suerte que quedase descubierta, y que la de la nave colateral que mira a la iglesia vieja viniese con el paño de la torre y se embebiese en ella su grueso. Por no derrotar la torre «que es una buena y singular pieza e non se podría tornar a hacer sin gran suma de maravedís», rehusaron dar otra dirección al edificio. Y en efecto la conservación de la pequeña capilla de S. Martín demuestra que la base de la torre antigua dentro de la cual está, se aprovechó en parte para la construcción de la nueva.


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Un rayo la hirió en 1705, y con el incendio de la armazón hundióse toda hasta el primer cuerpo, dando así magnífica ocasión al famoso José Churriguera, gloria por entonces de Salamanca y asombro de sus doctores, para erigir una de las maravillas que acostumbraba con los caudales que prodigaron a porfía desde el obispo hasta el último artesano.
Pero ésta, es menester confesarlo, no corresponde al extravagante concepto del autor, ni justifica la malevolencia de Ponz que hubiera deseado verla destruida otra vez por el terremoto de 1755, a fin de que la sustituyesen en la fachada las dos torres simétricas proyectadas por don Ventura Rodríguez.
Quizá la despojaron de sus ridículas galas los reparos consiguientes a aquella catástrofe, porque ahora sus tres cuerpos, cuya base sube al nivel de la nave mayor, y desde allí se suceden cuadrangular el primero, octógono el segundo y rematado en linterna el tercero a la altura de unos 320 pies, no carecen de regularidad ni aun de pretensiones de remedar con su triple balaustrada y sus agujas la gótica ligereza.


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Nadie tampoco atribuyera al patriarca del churriguerismo la gran cúpula del templo, al contemplarla por fuera tan sencilla y airosa, abriendo en su redondez ocho ventanas de arco rebajado entre pareadas columnas corintias que sostienen la media naranja y linterna. Por dentro, sin embargo, bien se le conoce la filiación en las barrocas pechinas, en los enormes y pintorreados relieves del primer cuerpo, en el delirante ornato que reviste las aberturas del segundo y los pilares de los ángulos, pues su interior es ochavado, que trepa por la cornisa y el cascarón y desluce notablemente sus gallardas proporciones. La fatalidad, o la fortuna al decir de los contemporáneos, reservaba al edificio esta corona, y el honor de cerrar la larga serie de sus arquitectos al audaz salmantino, cuya petulante escuela se despliega a su sabor en la sillería y en los respaldos del coro. Figuras de santos enteras en las sillas altas y de medio cuerpo en las bajas, que parecieran mejores sin su actitud teatral, se hallan envueltas en exótica talla, como la que cubre con más profusión todavía las pilastras, entrepaños, puertas y lumbreras de sus muros exteriores. Sobrepuja a todo en el enredo el altar del trascoro erizado de hojarasca y abrumado de nubes, entre los cuales asoma el Padre eterno acompañado de ángeles, apóstoles y profetas, no obstante que sus nichos laterales a derecha e izquierda de la Virgen contienen dos bellas estatuas, muy anteriores en fecha, de Santa Ana y del Bautista. Dorado las atribuye a Berruguete, Ponz a Juan de Juní, y conjeturamos que serán las mismas que cita en su diccionario Ceán Bermúdez como existentes en el sepulcro de don Gutierre de Castro y que al deshacerse éste con la reedificación del claustro pasaron al trascoro.

Por fin en 10 de agosto de 1733 se solemnizó dignamente la consumación de una obra de más de dos siglos. A continuación de la lápida referente a la traslación del culto en 1560, se puso entonces en el mismo ángulo exterior esta otra: «Opere vero prius dimidiato magnifice perfecto, novissima translatio facta est, Clemente XII Papa, Philippo V rege, Josepho Sancho Granado Episcopo, X augusti anno MDCCXXXIII».

Faltaba aún el tabernáculo que había de asentarse en el fondo de la capilla mayor, y se trazó para él un ostentoso diseño más en armonía con las excentricidades de la cúpula y del coro que con el carácter general del templo. A pesar de la minuciosa descripción que le supone realizado ya en 1737, no creemos fácil que haya llegado a existir sin dejar de sí más vestigios y recuerdos: su mole, sus ricos mármoles, sus numerosas figuras algún respeto habrían impuesto a las deslumbradas gentes y hasta a los clásicos reformadores del gusto para pasar a destruirlo lastimosamente a los pocos años de erigido, al menos antes de tener asegurada la ejecución del que ellos por su parte encargaron en 1790 a don Manuel Martín Rodríguez, sobrino de don Ventura, y del cual siquiera se ha conservado el modelo.
Trae la descripción Dorado refiriéndola al secretario del cabildo en aquel año don José Calamón de la Mota, y afírmase en que se llevó a efecto en vista de varias figuras citadas en ella y que existen verdaderamente encima de los muros de la capilla mayor, conociéndose que no fueron hechas para aquel sitio; tales son la religión católica, dos angelones y los cuatro doctores de la iglesia latina. Pudieron hacerse dichas estatuas sin que llegara a realizarse el todo. No lo hubiera callado Ponz, sea para lamentar la existencia, sea para aplaudir la demolición.
Y en verdad que sea cual fuere el ojo con que se miren los engendros de la severa reacción que siguió a los desvaríos churriguerescos, triunfa de toda prevención a vista de aquel la nobleza y sencillez de la idea, reducida a un templete que sostienen doce columnas corintias agrupadas de tres en tres, no menos que la belleza de las estatuas de los apóstoles distribuidos ocho abajo y cuatro arriba, del Salvador en lo más alto de la cúpula, y de cuatro ángeles arrodillados en los ángulos del altar. Lo peor es que entre uno y otro proyecto la capilla mayor se ha quedado sin retablo, pasando provisionalmente, sabe Dios hasta cuándo, con unas colgaduras y dosel que cubre la efigie de nuestra Señora y un mezquino sagrario, a cuyos lados se han colocado en modernas urnas de plata las reliquias de S. Juan de Sahagún y de Sto. Tomás de Villanueva, traídas de la iglesia de S. Agustín.

Pero los vacíos, los lunares, las discordancias desaparecen ante la admirable unidad del edificio, ante su despejada grandeza, ante sus armoniosas proporciones. Es un cuadrilongo de 378 pies de longitud y 181 de anchura, cuyas tres naves y crucero componen veinte y siete bóvedas, subiendo las menores a una altura de 88 pies y de 130 las principales: los pilares tienen diez pies de diámetro y los torales doce, seis de grueso los muros y siete las portadas. Al entrar por las naves laterales anchas de 37 pies y medio, los ojos recorren sin embarazo toda su prolongada extensión hasta las últimas capillas del trasaltar: en la del centro, que mide 50 de latitud, tropiezan con el coro debajo de la tercera y cuarta bóveda y con la capilla mayor que ocupa la séptima y octava, pero levantándose un poco pueden espaciarse libremente por su bella crucería, ya que no se recreen mucho en la máquina del cimborio suspendido en lugar de la sexta en la intersección de la nave. Rodean al templo uniformes capillas de 28 pies en cuadro y de 54 de elevación, cinco en cada uno de los muros laterales hasta el crucero, y nueve más allá en el trasaltar, a saber tres en el fondo y tres a cada lado.

Como si todas a la vez hubieran nacido en la más temprana y mejor edad de la fábrica, llevan por dentro una misma decoración de gótico carácter, que las segundas imitaron de las primeras con bastante exactitud atendida la diferencia de los tiempos. La ventana semicircular que las alumbra atavía su alféizar interior con una guirnalda no menos preciosa que la de fuera: cada capilla en su fondo tiene dos hornacinas y una en cada pared lateral, cuyo arco rebajado se incluye en otro a manera de frontón guarnecido de hojas de cardo entre agujas de crestería, y su hueco así se presta a recibir sepulcros como retablos. Dentro de este elegante marco invariablemente reproducido adquieren aquellos un realce que no les dan allí por lo general ni su antigüedad ni su forma, y se halla comprimida siquiera en menor espacio la detestable licencia de que en sus altares hizo tan frecuente alarde el barroquismo. Desde el principio, según consta en un contrato de Juan Gil, se labraron para cada capilla sus respectivos escudos que variarían después al tenor de los patronatos: la primera de la nave de mediodía, correspondiente al pie de la torre, no fue dedicada hasta 1630 por el regidor Lorenzo Sánchez de Acebes al santo de su nombre. Más de un siglo antes lucía ya la inmediata la riqueza y profusión de ornato en que vence a las restantes y que motiva su epíteto de dorada, porque de oro están cubiertas con sus repisas y guardapolvos las innumerables figuras distribuidas por los nichos o alineadas en varios órdenes al rededor de sus muros, a semejanza de las que hizo colocar el mismo fundador en la fachada de la parroquia de San Pablo. Fue este el canónigo don Francisco Sánchez de Palencia, cuyos títulos se publican en la hermosa reja plateresca, en el epitafio y en el friso de la capilla, y cuya efigie vestida de ropas sacerdotales reclina sobre la mano su cabeza. En la reja se lee: «Esta y la capilla mandó hacer el reverendo Sr. D. Francisco Sánchez de Palencia, arcediano de Alva y protonotario apostólico, acabóse en 1525». La inscripción del friso en gruesos caracteres góticos le titula arzobispo de Corinto. Excelentes pinturas de Navarrete el mudo distinguen a la tercera denominada del presidente de Liévana; la cuarta contiene a un lado el entierro y yacente estatua del canónigo Francisco Sánchez Palacios, que murió en 1591 con crédito de virtuosísimo.

Por ella se baja al crucero de la catedral vieja, cuyo brazo mutiló la nueva obra destruyendo los cenotafios que al conde Raimundo y a Urraca había puesto allí al parecer la iglesia agradecida. Los restos del conde yacen en Santiago, los de doña Urraca en León.

Así de capilla en capilla, dando la vuelta al templo, se llega a la del centro del trasaltar que coge todo el ancho de la nave mayor, a donde fueron traídos en 1744 desde la antigua basílica los restos de su primer obispo Jerónimo y el venerado Cristo de las Batallas, compañeros uno y otro, según la tradición afirma, de las gloriosas expediciones del Cid campeador.
No lo desmiente la tosca y negra efigie, representada con los ojos abiertos, cuyo tamaño es de poco más de una vara, y cuyo primitivo carácter contrasta con el churrigueresco retablo que se le dio por albergue; ni guarda mayor analogía la moderna tumba del prelado con su respetable memoria.

Escasean notablemente en aquella iglesia las sepulturas episcopales: en la capilla contigua a la anterior tiene su urna don Felipe Bertrán, fundador del seminario y uno de los obispos más enérgicos e ilustrados del último siglo (gobernó desde 1763 hasta 1783; su tumba estuvo en la capilla del Seminario hasta la guerra de la Independencia). En el brazo meridional del crucero está la de don Agustín Varela fenecido en nuestros días; en el opuesto, la de otro que carece de epitafio, y en dos capillas consecutivas de la nave del norte, la lápida de don Salvador Sanz, sucesor de Varela, y el sepulcro y tendida efigie de don Antonio Corrionero, trasladado en 1620 de la silla de Canarias a la de Salamanca. De los entierros de don Fernando Tricio y de don Jerónimo Manrique, verificados a fines del siglo XVI en la capilla mayor, no aparece señal alguna.

Al entrar en la sacristía por la nave del trasaltar correspondiente a la parte de la epístola, su magnificencia no deja echar de menos mayor pureza de arquitectura. En sus nichos semicirculares abiertos a lo largo de los muros, flanqueados de agujas con candelabros o urnas piramidales, cubiertos de casetones, ocupados por colosales espejos con marcos de cartela, hay amalgama de gótico, de plateresco y de barroco; campea, en las bóvedas la crucería, al paso que pilastras y frontones curvos en los portales; y sin embargo no falta armonía al par que gravedad en aquel rico conjunto exento de revoque.

Preciosos restos se envanece de poseer el relicario en sus urnas de plata, muchos de los cuales pertenecieron a los Templarios.
Nombra Dávila como principales tres espinas de la corona de Cristo, un pedazo de lignum crucis, un brazo entero de san Jorge, una espalda de san Lorenzo y la cabeza de una de las once mil vírgenes, a cuyas reliquias se han añadido entre otras los corazones de san Bartolomé y san Sebastián, una carta de santa Teresa, y los cuerpos de cinco mártires españoles, Arcadio, Probo y compañeros, que padecieron en África bajo el poder de Genserico, rey de los vándalos, y que los forjadores de cronicones han hecho naturales de Salamanca.
Entre las alhajas sobresalen un bello cáliz con el pie cuajado de figuras y labores góticas, el templete de la custodia gótico-plateresco de abalaustradas columnas y de cúpula afiligranada en cuyas agujas se muestran los doce apóstoles, y como objeto arqueológico un pequeño crucifijo de cuerpo denegrido sobre cruz verde con corona en la cabeza, al cual se atribuye por la semejanza del estilo la misma procedencia que al de las Batallas, suponiéndole transferido de las manos vencedoras de Ruy Díaz a las del prelado restaurador.


***


De esta suerte se enlazan con la solidaridad de sus glorias y recuerdos las dos catedrales, poniendo de mancomún la una su ancianidad y la otra su grandeza, y dispuestas a atravesar inseparablemente unidas las más remotas edades. ¿Por qué no había de suceder siempre lo mismo? ¿por qué no habían de conservarse más a menudo al lado de los templos cristianos las purificadas mezquitas, y las interesantes obras de la Edad Media junto a las fastuosas del Renacimiento? ¿por qué en el orden arquitectónico, con no menor ventaja que en el político y social, lo antiguo no había de apoyarse en lo nuevo, y lo nuevo ennoblecerse con lo antiguo?

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