jueves, 21 de agosto de 2014

SALAMANCA. Colegio Mayor de San Bartolomé o de Anaya



En un ambiente de entusiasmo y de reformas (el entusiasmo fue un factor importante en las realizaciones de la época; la palabra “reforma” se prodigaba en las disposiciones de los Reyes Católicos), en un momento en que los reyes consideraban la Universidad como un organismo estatal de alta calidad, paralelamente al ascenso del “letrado” en la administración castellana, tuvo lugar la fundación de los primeros colegios universitarios.


Unos colegios fueron religiosos y otros seculares; entre los primeros estaban los de canónigos regulares, los de clérigos regulares, los de las órdenes monásticas, las órdenes mendicantes, las órdenes militares y las congregaciones religiosas.
Se distinguieron los “mayores” y los “menores”, en función del número y la importancia de los privilegios de que gozaban.

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El primero de los colegios mayores instaurado en la Península Ibérica fue el Colegio Mayor de San Bartolomé, fundado por Diego de Anaya y Maldonado en 1401, siguiendo el modelo que el fundador había conocido en Bolonia, en el llamado “Colegio de los Españoles” o Colegio de San Clemente, establecido por disposición testamentaria del cardenal Gil de Albornoz (1310-1367).

Diego de Anaya había sido ya obispo de Tuy y de Orense, y lo sería de Salamanca desde 1392. Durante su tiempo de obispado supervisó la fundación del colegio en su diócesis, aunque la vida le separó pronto de esta institución, pues en 1402 Enrique III lo nombró presidente del Consejo Real. Posteriormente será obispo de Cuenca y arzobispo de Sevilla, y ayo de los hijos del rey Juan II.

En agradecimiento por el apoyo prestado a la causa aviñonense, el papa Martín V otorgó importantes prebendas a Anaya y a sus proyectos culturales: El obispo salmantino había encabezado desde 1416 la delegación castellana en el concilio de Constanza, en el que había apoyado con éxito la causa de Martín V, y fue gratificado por ello, a título personal, con el arzobispado de Sevilla, en 1418, y a título de fundador, con una importante concesión de derechos fiscales y bienes para el recién fundado Colegio de San Bartolomé de Salamanca.


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El éxito del primer colegio castellano movió al cardenal Pedro González de Mendoza a solicitar el beneplácito papal para otro centro similar, el Colegio de Santa Cruz de Valladolid, que recibió bula aprobatoria de Sixto IV el 29 de mayo de 1479 y cuyo edificio comenzó a construirse en 1486 y fue inaugurado en 1491.
Para ello se llevó como apoyo a uno de los colegiales de San Bartolomé: el licenciado Juan de Marquina.


En poco tiempo, a lo largo de los primeros veinticinco años del siglo XVI, siguiendo el modelo de San Bartolomé, se fundaron otros tres colegios en Salamanca (Colegio de Cuenca, alrededor de 1500 -fundado por Diego Ramírez de Villaescusa, colegial de San Bartolomé-; Colegio de Oviedo, en 1517; y Colegio del Arzobispo, en 1521) y el de San Ildefonso en Alcalá de Henares, promovido por Cisneros en 1499 y que estuvo en funcionamiento a partir de 1508.


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En 1405 Diego de Anaya otorgó las primeras constituciones a San Bartolomé, que fueron aprobadas por Benedicto XIII dos años después.
En 1413 se compró el terreno donde se edificaría el inmueble.
En 1418 recibió la confirmación institucional del papa Martín V, según la cual había entonces en la casa dieciocho colegiales (los primeros probablemente).
Paulo II, Inocencio VIII y Julio II le concedieron los mismos privilegios que a la Universidad de Salamanca.
También fue acogido bajo la protección de Juan II (privilegio rodado de 1421, confirmado por Enrique IV en 1455) y tuvo visitadores reales; el primero fue Pedro de Oropesa, nombrado por Fernando el Católico el 9 de septiembre de 1515. Ello quizás se debió al sometimiento incondicional de la institución a la figura del rey, pues en la primera de sus constituciones fundacionales Diego de Anaya escribió que «nada vale sino lo que diga el Rey Católico», refiriéndose entonces a Enrique III.


Fue el primer colegio creado para estudiantes pobres que contó con un número específico de becarios, hábitos, constituciones y ceremonias, capilla, campana, privilegios reales, concesiones apostólicas y una excelente financiación. Se realizaban informes de la vida de los candidatos costeados inicialmente por el propio colegio.


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Estas fundaciones de colegios para estudiantes pobres indican que había calado en la sociedad la importancia de la formación académica como plataforma de ascenso social.
Y asimismo que los reyes estaban dispuestos a recurrir a hombres con estudios (excolegiales) a la hora de nombrar a los oficiales de la administración y de la Iglesia.
Los colegios mayores garantizaban una formación adecuada al cometido que sus estudiantes deberían desempeñar en sus futuros cargos.
En la selección de los becarios, se exigía a los candidatos el cumplimiento de unas estrictas condiciones de ingreso, similares a las que se requerían para el ingreso en el estamento clerical. Se referían al aspecto físico de los estudiantes (menos importante en el caso de los aspirantes a eclesiásticos), a sus capacidades intelectuales, al nivel económico de sus familias, a su linaje y a su procedencia geográfica.


Los colegios mayores eran centros docentes erigidos con autorización papal y acogidos a la protección real, pero jurídicamente autónomos, que mantenían a unos becarios en régimen de internado: estudiantes que eran sometidos desde el día de su ingreso a un modo de vida extremadamente rígido en actividades y obligaciones. La autogestión política, jurisdiccional y económica que por ley les garantizaban las constituciones, daba a los colegiales la posibilidad de adiestrarse en el ejercicio del poder y de la obediencia, pues todos los oficios colegiales de responsabilidad eran rotatorios y temporales.


Los monarcas buscaban como colaboradores a los profesionales mejor preparados y por ello el Colegio Mayor de San Bartolomé y después los demás atrajeron, desde 1418, la atención de los reyes, porque los procedimientos de provisión de las becas colegiales avalaban una preselección inmejorable del modelo de estudiante que precisaban los monarcas como oficiales: universitarios de ascendencia no noble, sanos, trabajadores, inteligentes, honrados; obligados por la ley colegial al ejercicio intelectual constante y rodeados de los medios económicos y científicos (bibliotecas) más apropiados para el desarrollo de sus capacidades y de su formación. Así nació lo que se conoció como el “colegial”.


La tendencia a sustituir en la administración la alcurnia nobiliaria por la competencia profesional, fundamentada en una formación técnica y letrada, convirtió a la universidad en cantera de oficiales de la Iglesia y el Estado y representó un hito histórico, pues constituye el primer elemento de ruptura de las bases sociales del Antiguo Régimen: fue la primera vez en la historia que a determinados miembros de los grupos sociales inferiores se les abría una posibilidad de ascender socialmente, pues en los primeros siglos de su existencia institucional (siglos XV-XVII) el paso por el colegio permitió un notable e inusual ascenso social a individuos de origen humilde. Los colegios mayores se convirtieron en el primer vehículo institucional de movilidad y ascenso social que existió en la sociedad española del Antiguo Régimen.
Así comenzó la profesionalización de los oficiales de la monarquía católica (desde el primer cuarto del siglo XV; con más fuerza desde 1474). Y también el posterior acaparamiento fraudulento de estas becas por parte de la nobleza, al advertir que una de estas becas constituía el camino más directo de acceso a los oficios civiles y eclesiásticos de la monarquía española.
Los colegiales aprovecharon las oportunidades que la nueva situación les abría y aspiraron a los más importantes oficios burocráticos.
No tardaron los nobles en pretender esas becas, esforzándose para ello en exhibir la condición de pobreza que el estatuto colegial requería a los becarios.
Estudiantes verdaderamente pobres siguieron ingresando en los colegios mayores salmantinos por lo menos hasta principios del siglo XVII, pero, desde finales del siglo XVI, lo consiguieron también estudiantes pertenecientes a la nobleza media, especialmente segundones, y en algunos casos adinerados. Una vez dentro, incentivaron la posibilidad de ingreso de personas pertenecientes a sus familias o grupos sociales, de forma que en el siglo XVII se han afianzado en estas casas verdaderas clientelas que institucionalizaron el “espíritu de casta”.


Había un abismo entre la fortuna previsible para un excolegial y la que podía esperar cualquier otro estudiante coetáneo, porque desde 1493 era preceptivo el estudio de una década en una universidad para tener acceso a un oficio administrativo de alta responsabilidad; porque la implantación progresiva del estatuto de limpieza de sangre en el desempeño de algunos cargos desde finales del reinado de los Reyes Católicos los convirtió en candidatos idóneos, sin ninguna duda sobre su linaje; y porque la ayuda mutua entre la casta colegial funcionó a la perfección.
El prototipo del oficial letrado de la monarquía católica pasaba por tres fases sucesivas: el ingreso en un colegio mayor, la regencia de una cátedra y el nombramiento real.
Para los candidatos a puestos oficiales era más importante el haber sustituido durante unos meses nada más a un profesor de Salamanca que haber obtenido un título de licenciado o incluso de doctor en una universidad menor.
Ello terminó provocando una inflación de la importancia de las cátedras salmantinas, que se otorgaban por votos de los estudiantes; lo cual trajo consigo la corrupción en los procedimientos de adjudicación de las mismas, así como varias reformas institucionales dictadas por Felipe III y Felipe IV contra esta presuntamente democrática costumbre.


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Puesto que el Colegio Mayor de Santa Cruz de Valladolid no empezó a funcionar hasta 1491 y el de San Ildefonso de Alcalá de Henares hasta 1508, durante años el Colegio de San Bartolomé de Salamanca tuvo la exclusiva en la oferta laboral de juristas para los organismos estatales y eclesiásticos.
San Bartolomé fue el centro de estudios idóneo para la formación de letrados durante todo el siglo XV y la primera parte del XVI.


Pese a ello, algunos de los designados para los oficios más importantes de la época se habían formado en las universidades de Salamanca y Valladolid como manteístas, sin haber sido colegiales.
Por otra parte, el cargo de presidente del Consejo Real o de Castilla estuvo reservado a los prelados y a la alta nobleza entre 1385 y 1522, y, a partir de los Reyes Católicos, los letrados-colegiales que componían la mayor parte del Consejo tuvieron cerrado el acceso a la presidencia, prefiriendo los monarcas escoger como gobernadores o presidentes a personas ajenas al Consejo y muy adictas a sus personas.
En cualquier caso, fue mucha y muy cualificada la oferta de letrados que San Bartolomé puso en este período a disposición de los monarcas. Además, el puesto de presidente del Consejo Real estuvo frecuentemente vacante a lo largo del siglo XV.


Y, a pesar del teórico veto, llegaron a ocupar este cargo el propio fundador del colegio, Diego de Anaya, y el colegial Francisco Herrera, que culminó su carrera (juez metropolitano del arzobispado de Santiago, vicario de Alcalá de Henares, canónigo e inquisidor de Toledo, consejero de la Inquisición, obispo de Ciudad Rodrigo, arzobispo de Granada, presidente de la Chancillería de Granada) con dicho honor, la presidencia del Consejo Real.


El rango de carácter civil más elevado al que se podía optar siendo letrado dentro del sistema político-administrativo era el de consejero del Consejo Real; y a él accedieron los bartolomeos Juan Sánchez de Zurbano y Juan de Frías, en la época de Juan II; y, en tiempos de los Reyes Católicos, Diego de Villalpando, Lope de Ágreda, Tomás Cuenca, Pedro González de Fontiveros, Alonso Ramírez de Villaescusa, Francisco de Malpartida, Pedro Oropesa, Diego Villamuriel, Juan López de Palacios Rubios, Sancho de Frías, Juan de la Fuente, Garci-Ibáñez de Móxica, Toribio Gómez de Santiago, Miguel Guerrero, Gonzalo Yáñez de Castro, Alonso Polo y Gaspar de Montoya (Juan Alonso de Mogrovejo no aceptó el cargo).


Otros bartolomeos alcanzaron la presidencia de otros consejos también de enorme importancia social y política:
Alonso de la Fuente el Saz fue presidente del Consejo de la Inquisición.
Jerónimo Suárez Maldonado llegó a presidente del Consejo de Hacienda.
Diego Villamuriel presidió la Chancillería de Granada.
Y Juan Ruiz de Medina, Diego Ramírez de Villaescusa y Fernando de Valdés alcanzaron la presidencia de la Chancillería de Valladolid.


Muchos bartolomeos ocuparon puestos de oidor en las chancillerías de Valladolid y Granada y fueron letrados en las audiencias que se fueron creando en el reinado de los Reyes Católicos.


Otros muchos de estos excolegiales desempeñaron oficios de carácter civil y eclesiástico.


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El Colegio de San Bartolomé contribuía a la formación eclesiástica, debido a que estaba instituido para tres capellanes y quince colegiales. De las quince becas, según las constituciones, cinco debían ser ocupadas por estudiantes de teología y diez por alumnos de derecho canónico. Así pues, todas las becas disponibles en dicho colegio favorecían la formación en ciencias sacras y por ello muchos de los excolegiales trabajaron a lo largo de su vida consecutiva o simultáneamente en oficios de carácter eclesiástico y civil.


Cuando los Reyes Católicos eligieron a Cisneros, un hombre de clase media, para el arzobispado de Toledo a la muerte de Mendoza, y precisamente por consejo del finado, se operó una revolución en Castilla y un gran golpe para la nobleza. Uno de los criterios para la elección de los obispos sería el ser letrados. Por eso una buena parte de los obispos fueron seleccionados entre becarios de San Bartolomé, y frecuentemente se sucedieron en las sedes antiguos colegiales. Los bartolomeos elevados a este oficio en la época de los Reyes Católicos fueron: Tello de Buendía, Juan Arias Dávila [el converso], Pedro Jiménez de Préxamo, Diego Ramírez de Villaescusa, su hermano mayor Gil o García Ramírez de Villaescusa, Diego Ortiz de Calzadilla, Francisco Sánchez de la Fuente, Gonzalo de Villadiego, Juan Ruiz de Medina, Alonso de Madrigal (el Tostado), Alonso Manso, Pedro de Parco, Francisco de Herrera e Íñigo López de Mendoza.
Tello de Buendía fue ayo del príncipe don Juan, y Pedro de Oropesa el maestro de don Alonso de Aragón (arzobispo de Aragón e hijo de Fernando el Católico).


Los reyes utilizaron a los obispos como embajadores, agentes de negocios, oficiales regios y simples cortesanos.


Por encima de esta dignidad los bartolomeos son menos frecuentes, pues los más altos cargos eclesiásticos tradicionalmente se reservaban para la nobleza.
Aun así, bartolomeos fueron Juan de Mella, el primer cardenal salido de un colegio mayor, en 1456; Francisco Herrera, arzobispo de Granada; Íñigo López de Mendoza y Zúñiga (biznieto del marqués de Santillana), que fue arzobispo de Burgos y ascendió a cardenal; Gonzalo Maldonado, arzobispo de Tarragona; Pedro de Oropesa, arzobispo de Toledo y gobernador de Castilla; y Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, además de Inquisidor General y miembro del Consejo de Estado.


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En la práctica, el Colegio Mayor de San Bartolomé fue, durante el siglo XV, un órgano más de la monarquía.


Constituyó una “familia”, un grupo a caballo entre la clase y la red social; el grupo colegial mayor no sólo compartió privilegios y principios jurídicos similares, sino que desarrolló el sentimiento de pertenencia a uno o varios linajes y la protección clientelar, en este caso basada simultáneamente en lazos de parentesco artificial (los colegiales se autocalificaban de “familia nobilísima”) y de parentesco natural (pues lograron el ingreso de muchos miembros de sus familias de sangre). En suma, pusieron en práctica la amistad instrumental; la que deriva del favor y el paisanaje.


Los colegiales, de origen humilde, aprendieron enseguida a rodear su visibilidad de etiqueta, ceremonia y boato, rasgos característicos de una sociedad cortesana, elementos simbólicos ligados a la pretensión de la familia colegial de subrayar su honor y recordar su dominio social, perpetuando su memoria.
Pero no fue una elección achacable a los colegiales mismos, sino a la voluntad del fundador reflejada en las constituciones. Todos los colegiales mayores estaban obligados a cumplir un ceremonial muy preciso, ordenado para distinguirlos y distanciarlos del resto de la sociedad.


Este ceremonial, pues, fue concebido como prerrogativa de distinción social y se reforzó con el valor que los Reyes Católicos concedieron al saber y a los “sabidores”, otorgando la nobleza a los doctores por la Universidad de Salamanca.


Basándose en esta atribución, los colegiales la extendieron a los de su casta, ya estudiaran en Salamanca, en Valladolid o en Alcalá; así que la propia monarquía, indirectamente, contribuyó a perpetuar de facto este derecho, ratificando la calificación de nobleza (no hereditaria) para quienes habían demostrado el conocimiento universitario a través del doctoramiento: un grado muy caro durante ese periodo renacentista, que siempre pagó el colegio mayor en el caso de los becarios.


Todavía el 1 de marzo de 1718, Felipe V firmó una orden similar para la recién creada Universidad de Cervera: «Concediendo a los graduados en grados mayores de la Universidad de Cervera, y a los Catedráticos de ella, el privilegio del uso de las armas permitidas a los nobles y ciudadanos honrados».


En conclusión, pues, los colegios mayores constituyeron la primera anomalía del sistema estamental porque en los primeros siglos de su existencia institucional (siglos XV y XVI) el paso por uno de ellos permitió un inaudito ascenso social a algunos individuos de origen humilde que trabajaron como letrados.
Éstos impusieron su carisma, no sólo por sus cualidades individuales, sino por la pertenencia al grupo, conformando estrategias de acción de resonancia estamental. Ello llevaría a Montaigne a denominar a la gente de saber como el “cuarto estado”; un nuevo estamento al servicio del rey para el gobierno de sus reinos.


Por eso dice Azcona que «ante la pléyade tanto de dignatarios civiles como de prelados eclesiásticos que salieron de sus aulas, se siente la necesidad de afirmar que España entera se debe a estos seis colegios».

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