miércoles, 20 de agosto de 2014

SALAMANCA. Universidad



José María Quadrado
(1819-1896)

España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia
1884
Tomo 3. SALAMANCA

Capítulo IV
La Universidad


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Por más timbres y grandezas que reúna Salamanca, la principal, la característica, la que ha dado origen y fundamento a casi todas las restantes, es su famosa universidad.
Sin ella no hubieran brotado tantos y tan magníficos templos, ni tan innumerables claustros y fundaciones, ni aun tal vez tan espléndidos palacios.

De una creación de tan inmensos resultados falta no sólo el documento primordial, sino hasta la fecha precisa en que se hizo, ni hay mención apenas en los escritores coetáneos.
Sólo en el Tudense hallamos esta breve frase: «Hic (Alfonsus IX) salutari consilio evocavit magistros peritissimos in sacris scripturis et constituit scholas fieri Salmantiae».
Que la fundó Alfonso IX de León consta por el testimonio de su hijo san Fernando, y no pudo ser antes de 1212 si le movieron, como la tradición asegura, los celos de la recién establecida en Palencia por su primo el de Castilla.
Según esto, hay error de algunos años en la data de la siguiente inscripción que se puso en el claustro de la universidad andando el siglo XVI: «Anno Dom. MCC. Alfonsus IIX Castellae rex Pallantiae universitatem erexit, cujus aemulatione Alfonsus IX Legionensis rex Salmanticae itidem academiam constituit. Illa dejecit deficientibus stipendiis. haec vero in dies floruit, favente praecipue Alfonso rege X». Al retocarse el letrero se le añadieron estas palabras referentes al rey sabio: «A quo accitis hujus academiae viris, et patriae leges el astronomiae tabulae demum conditae». También entonces se arreglaron más a la verdad histórica los dísticos relativos al engrandecimiento de la Salmantina sobre las ruinas de la de Palencia:
«Grata domus fuerat Musis Pallentia primum,
Gratior at Phoebo mox Salamanca fuit.
Defecere stipes illic, fugere Camenae
Quae salmantina promicuere domo».
Decayó la una por falta de recursos, consolidóse y floreció más de día en día la otra, y al cabo, dice el maestro Chacón, «la de Salamanca, como la vaca gorda del sueño de Faraón, se tragó el flaco estudio de Palencia».
No que este fuese trasladado a aquella según han creído y afirmado sin bastante apoyo graves autores.
No fue sino que el crecimiento simultáneo de las dos debía ser incompatible después de unirse León y Castilla bajo el cetro de Fernando III.

El santo rey Fernando III fue quien otorgó en 1243 a la universidad salmantina el privilegio más antiguo que hoy conserva, tomando bajo su salvaguardia a maestros y escolares, confirmándoles los usos y franquicias anteriores y erigiendo el tribunal académico que había de dirimir sus contiendas con los ciudadanos.
A su reconocida importancia ha debido el ser colocado en la capilla dentro de un marco:
«Conoscida cosa sea a todos quantos esta carta vieren como yo don Fernando por la gracia de Dios rey de Castiella e de Leon e de Gallizia e de Cordoba, porque entiendo que es pro de mio regno e de mi tierra, otorgo e mando que aya escuelas en Salamanca, e mando que todos aquellos que hi quisieren venir a leer que vengan seguramientre, e yo recibo en mi comienda e en mio defendimiento a los maestros e a los escolares que hi vinieren e a sus omes e a sus cosas quantas que hi troxieren. E quiero e mando que aquellas costumbres e aquellos fueros que ovieron los escolares en Salamanca en tiempo de mio padre quando estableció hi las escuelas, tan bien en casas como en las otras cosas, que esas costumbres e esos fueros ayan; e ninguno que les ficiese tuerto nin fuerza nin demás a ellos nin a sos omes nin a sus cosas, avrie mi ira e pecharmi he en coto mill morabetinos e a ellos el danno duplado. Otro sí mando que los escolares vivan en paz e cuerdamientre de guisa que non fagan tuerto nin demás a los de la villa, e cada cosa que acaezca de contienda o de pelea entre los escolares, o entre los de la villa e los escolares, que estos que son nombrados en esta mi carta lo ayan de veer e de enderezar, el obispo de Salamanca e el deán e el prior de los Predicadores e el guardian de los Descalzos (a saber los Franciscanos) e don Rodrigo e Pedro Guiguelmo e Garci Gomez e Pedro Vellido e Fernando Sánchez de Portocarrero, e Pedro Muñiz calónigo de Leen e Miguel Perez calónigo de Lamego: e a los escolares e a los de la villa mando que estén por lo que estos mandaren. Facta charta apud Vallisoletum VII die aprilis era MCCLXXXI».
Es posible que los dos canónigos de León y de Lamego fuesen de los primitivos catedráticos.
Sin duda a esta concesión alude el dístico dedicado en el claustro a san Fernando al pie de su imagen:
«Haec donis, Fernande, tuis sic cuncta renidet,
Hesperiae ut nullum celsius extet opus».

Alfonso X hizo más; después de dar preferencia a los estudiantes en el alquiler de posadas y de eximirlos de peaje y de portazgo, asignó en 1254 sus salarios a los profesores, a saber: quinientos maravedís anuales al de leyes dándole por adjunto un bachiller-legista, trescientos a un maestro en decretos, quinientos a dos en decretales, doscientos a dos en física, que así llama la medicina, otros tantos a los dos de lógica y a los dos de gramática, ciento a un estacionario o librero que tenga los ejemplares buenos e correctos, cincuenta a un maestro en órgano y cincuenta a un capellán; por conservadores o jueces del estudio, en lugar de los once instituidos por su padre, nombró solamente al deán de Salamanca y a Arnal Sanz. Habido consejo con obispos, arcedianos y hombres sabios, otorgó a la universidad ciertas ordenanzas por donde se gobernase y rigiese. No es gloria comprobada con datos auténticos, pero tampoco es aventurada conjetura presumir que los jurisconsultos y los astrólogos, cooperadores del monarca en la confección de sus dos obras inmortales, salieron de aquella escuela, única entonces en sus reinos, por cuyo aprovechamiento celaba tanto y a la cual sin expresar el nombre se refiere tan a menudo en sus Partidas.
Todo el título 31 de la Partida 2 versa sobre los estudios generales, hablando allí de los maestros y escolares y de un mayoral sobre todos ellos que puedan nombrar por sí mismos, de las licenciaturas, del bedel, del estacionario, y de las condiciones de la villa en que ha de establecerse dicho estudio que dice debe ser «de buen ayre e de fermosas salidas donde puedan folgar e recebir placer en la tarde, abondada de pan e de vino e de buenas posadas».
Nacida como casi todas a la sombra del templo, y habiéndole servido de base los estudios eclesiásticos que de tiempo atrás había en el claustro de la catedral, tardó mucho en perder, y nunca por completo, el sello de su origen. Para los grados de licenciatura la capilla de Santa Bárbara, para la investidura del doctorado una de las naves de la iglesia mayor, se revestían de solemne aparato: los doctores tenían asiento en el coro, los canónigos en los actos universitarios, y se guardaban mutuas deferencias y, gozaban de comunes prerogativas en señal de benévola hermandad.
En la organización dada a las cátedras por Alfonso X se echa de menos la de teología, sin duda por hallarse de antes instalada y continuar a cuenta del cabildo; sin embargo no dejó el rey de solicitar para su obra la sanción pontificia que obtuvo en 1255 de Alejandro IV, colmada de mercedes y elogios y no menos lisonjera para la ciudad. «Uberrimam civitatem -llama en su bula a Salamanca-, locum saluberrimum et quibuslibet opportunitatibus praelectum».

Ya su antecesor Inocencio IV había saludado en pleno concilio Lugdunense la reciente institución; Bonifacio VIII le aseguró su patrocinio al enviarle en 1298 las nuevas decretales; y cuando las rentas reales fueron menguando por la turbulencia de los tiempos, cuando para mantener a los profesores no halló Fernando IV más arbitrio que las tercias de las iglesias concedidas para otros usos, y el papa se empeñó en revindicarlas, y el concejo y el cabildo acordaron entre sí echar una derrama a fin de que el estudio no pereciese, entonces Clemente V, previo informe del arzobispo de Santiago y reunión de concilio provincial, otorgó en 1312 a la universidad un noveno de los diezmos del obispado. El precedente de esta gracia fue la concordia celebrada en 1306 por la ciudad y clero de Salamanca para sostener a todo trance los estudios.

Añadióle Juan I veinte mil maravedís al año, que Enrique III conmutó con las tercias de los lugares de Almuña, Baños y Peña del Rey; y con esta sola dotación rectamente administrada llegaron a sostenerse hasta setenta cátedras y a fabricarse sus espléndidos edificios.
«Sin milagro -dice Chacón- sería imposible con tan poca renta poderse cumplir tantas cosas y con tanta magnificencia hechas, pero si no es milagro debe ser la buena orden y concierto que en todo tiene... teniendo la Universidad con su pobreza tanta tan ilustre y principal gente en su casa y con tan grandes salarios, cuales no sabemos hoy de ningun señor de los que conocemos». Con efecto enumera sus gastos en los sueldos de las cátedras de quinientos, ochocientos y hasta nuevecientos ducados, en los de sustitutos, en los de cuarenta oficiales para el servicio unos de cincuenta otros de cien mil maravedís, en sostener el hospital, colegio Trilingüe, capilla y librería, en viudedades y limosnas a conventos, en negocios y pleitos, en comisiones a Roma y a la corte, en conclusiones, ejercicios literarios y premios de comedias representadas en latín, y apenas se comprende que sufragase para tanto su hacienda. Esto dejando aparte los extraordinarios en que se mostraba muy espléndida, pues las exequias del príncipe don Carlos y de la reina Isabel le costaron en 1568 más de tres mil ducados, y por aquellos años que fueron de gran sequía y hambre dio doce mil duros de limosna.

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Muy pronto la autoridad judicial se refundió toda en el maestre-escuela, a quien el papa Juan XXII declaró en 1334 canciller del estudio, y en 1415 se le unió un canonicato; nombrábalo primero el obispo con el cabildo, después su provisión se reservó al consejo de la universidad y su confirmación al pontífice. Por parte de la ciudad en sus cuestiones con aquella continuó el rey poniendo en el tribunal académico tres conservadores tomados de la principal nobleza. Éranlo en tiempo de Gil González don Juan Arias Maldonado don Alonso de Monroy y don Gonzalo Vásquez Coronado, todos señores de pueblos. Habiendo nombrado conservadores Benedicto de Luna, mandó en 1411 retener la cláusula el gobierno de Juan II que los tenía ya puestos de antemano.
Del oficio anual de rector hablan ya las Partidas, dejando su elección a maestros y escolares, cuyo derecho ejercieron más tarde por delegación veinte consiliarios, diez de cada clase, agrupando los estudiantes por reinos y provincias de suerte que todas estuviesen representadas. Escogíasele de ilustre alcurnia, hijo por lo general de grande o de título; y el día de San Martín que era el de su nombramiento, y el de Santa Catalina en que tomaba posesorio, se señalaban con larguezas del agraciado y con algazara y aun desórdenes y reyertas de las cohortes estudiantiles, que le acompañaban procesionalmente en pos de su respectiva bandera. Extendíase la facultad electoral de los alumnos a la provisión de las mismas cátedras, y bien dejan entenderse los amaños y sobornos, las violencias y tumultos de semejantes votaciones. En 1489 dispuso el papa fuesen secretas, y Enrique IV y los reyes Católicos dictaron graves penas contra los que usaran de fuerza o de colusión. Por fin, a últimos del siglo XVI pasó esta importante atribución al rector, de acuerdo con sus consiliarios.

Mucho debió el establecimiento a don Pedro de Luna, cuando lo visitó y reformó en 1380 como cardenal legado del papa de Aviñón, de cuya parte logró ponerlo, y cuando en calidad de pontífice con el nombre de Benedicto XIII le dio bien meditadas constituciones. Tasáronse los derechos y propinas de los grados, prescribiéronse los años y la serie de los estudios, instituyóse el oficio de primicerio elegible por los maestros para defender los intereses y prerrogativas de la corporación.

En veinte y cinco se fijaron las cátedras o lectorías decorosamente dotadas.
Distribuíanse en esta forma: seis de cánones, cuatro de leyes, tres de teología, dos de medicina, dos de lógica, dos de gramática, una de retórica, una de astrología, otra de música, y tres de lengua hebrea, caldea y arábiga que había mandado establecer el concilio general de Viena; las de griego no empezaron hasta 1508. Llamábanse de prima, de tercia, de vísperas, según la hora en que se abrían; y cuando coincidían a una misma hora dos de la propia asignatura, excitábase entre los dos profesores a veces una emulación saludable, a veces una guerra sorda o declarada para disputarse los oyentes. Las había también para las diversas escuelas o sistemas de cada ciencia, de santo Tomás, de Escoto y de Durando en teología, de nominales y de reales en lógica, de Avicena y de Galeno en medicina.
Estas cátedras luego se llamaron de propiedad por no poder perderse una vez obtenidas. Además otras muchas existieron hasta 1480 sin sueldo determinado, sostenidas por las colectas de los discípulos.
Intervenían entonces en el gobierno, convocados a claustro en tropel y confundidos en sus jerarquías, doctores, licenciados, bachilleres, escolares; Martino V en 1423 puso fin a estos turbulentos comicios, concentrando el poder en el rector y maestre-escuela y en los veinte que tituló definidores o diputados, escogidos los diez por turno entre los profesores, los otros diez entre los principales del estudio mayores de veinte y cinco años.

Las jubilaciones las estableció por primera vez Eugenio IV en 1431 para descanso de veinte años de enseñanza con salario entero, corriendo a cargo de la universidad el de los sustitutos: además, desde tiempo inmemorial gozaban los doctores y maestros del privilegio de hijosdalgo en cuanto a la franquicia de impuestos.

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El escudo del papa Luna, sobre la puerta que sale hacia la catedral, constituye la marca más antigua del presente edificio, y un artesonado de estrellas arábigas de poco relieve cubre el pasadizo que conduce al patio de escuelas mayores.

Empezaron éstas a levantarse de nueva planta en 1415, acabáronse en 1433; pero la fortuna que nos ha transmitido el nombre del artífice Alonso Rodríguez Carpintero, nada apenas ha conservado de la obra.
Copió Chacón el letrero que existía en su tiempo al rededor de la pieza de entrada que primero fue capilla, donde constaba no sólo el arquitecto sino hasta los funcionarios y maestros de la universidad en aquel tiempo, mutilado con motivo de la puerta que se abrió posteriormente.

Auxilióla la reina Catalina de Lancaster con dos mil florines de oro, y Juan II su hijo dio un palacio contiguo para hospital del estudio que en memoria suya se dedicó a San Juan.

Sin embargo, todo cuanto hoy aparece nos habla únicamente de los Reyes Católicos, cuya augusta protección eclipsó las dádivas de sus antecesores.


Machones esculpidos de arquería y terminados en botareles de filigrana, y ventanas ojivas del postrer periodo, revelan la época de la fachada, por bajo de la cual corre un muro con almenas; y avanza hasta la línea de éste el cuerpo central, donde sin mezcla de gótico campea ya exclusivamente el renacimiento. Si el principal medallón colocado sobre el doble arco escarzano del portal, que contiene asidos a un cetro único (emblema de poder indivisible y de voluntad inseparable) los bustos de Isabel y Fernando, se puso, como parece, en vida de la real pareja a quien la universidad retribuía una parte de sus dones (en este sentido, la leyenda griega que hay alrededor del medallón: los reyes a la universidad y ésta a los reyes), pocas fábricas se adelantaron a ésta en adoptar el minucioso estilo plateresco, que sólo había ensayado a la sazón Enrique de Egas en Santa Cruz de Valladolid y en Santa Cruz de Toledo. Verdad es que la rudeza de estos bustos, más análogos a los del bajo imperio que a los de la aurora del gran siglo XVI, contrasta con el primor de los follajes y caprichos sobre que destacan, y de las labores de las pilastras que dividen los tres órdenes del frontis en cinco compartimientos. En el segundo se notan las armas reales, en el tercero dentro de un arco la figura de un pontífice recordando cuanto les debe aquella casa: medallones menores se ven a los lados, y en el remate las bichas y acroterías de costumbre. Asegúrase que la fachada costó treinta mil ducados; ¿y quién sabe si la trazaría el mismo Egas al par de las dos fundaciones del cardenal Mendoza?


Al propio tiempo se labró la capilla de San Jerónimo, que estuvo primero a la entrada de la puerta de las Cadenas; Fernando Gallego pintaba los cuadros que engarzados en plata afiligranada debían formar su retablo suntuoso, la bóveda se matizaba de azul y oro representando figuras astronómicas, y asentábase encima un reloj de ingenioso mecanismo.


En las Grandezas de España, de Pedro de Medina, se leen estos interesantes pormenores. «Las escuelas mayores son suntuosas, que solo una portada costó mas de treinta mil ducados, que fue mas costa que agora (en 1595) trescientos mil. En estas escuelas mayores hay una capilla muy rica de bóveda; en lo alto de ella, que es de color azul muy fino, están pintadas y labradas de oro las cuarenta y ocho imágenes de la octava esfera, los vientos y casi toda la fábrica y cosas de la astrología.


Encima hay un reloj que es cosa muy notable, cuya campana es muy grande y orilla della hay un negro que da las horas; están también dos carneros que dan las medias horas arremetiendo cada uno por su parte y topando en la campana, de manera que cuando uno arremete el otro se aparta y al contrario. En el mostrador del reloj está una imagen de nuestra Señora y debajo de la imagen los tres reyes Magos y dos ángeles, los cuales todos se humillan a nuestra Señora dando las nueve de la mañana. Está asimismo la luna que por sus puntos hace su movimiento creciendo o menguando, donde se ve muy al propio de como ella parece cada día en el cielo».


Todo lo destruyó la renovación.
En la escalera resta la bóveda de crucería y un pasamanos esculpido con relieves de toros y batallas.


En el corredor, un precioso artesonado de gruesos casetones con friso plateresco y un portal de arco plano festoneado de trepadas hojas y salpicado de animales, que introduce al grandioso salón reparado por uno de los Churrigueras.


La biblioteca, que, espléndidamente dotada por los Reyes Católicos, conserva vestigios de su munificencia.


Copioso en libros y rico en códices, pocos le igualan en su clase y ninguno le aventaja.


Aumentóse dicha biblioteca con las de los colegios mayores, con la de los jesuitas en 1767 y últimamente con las de los conventos.


En 1861 se imprimió el catálogo de sus manuscritos, entre los cuales se distinguen cuarenta códices griegos y otros tantos latinos, dos del concilio de Basilea, una preciosa colección de cortes, el libro de Claras y virtuosas mujeres de don Álvaro de Luna, varios originales de los más célebres teólogos principalmente jesuitas, y sesenta tomos de noticiarios o misceláneas del convento de San Esteban.


No es menos notable el archivo universitario, donde se custodian los antiguos documentos aunque no todos, habiendo bastado para excitar en 1596 un motín popular la proyectada traslación de algunos a Roma.


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Da la fachada de escuelas mayores a una cerrada plazuela, presidida desde algunos años a esta parte, por una majestuosa estatua de bronce que se ha alzado a fray Luis de León. Costeada por suscripción nacional, modelada en Roma y fundida en Marsella por don Nicolás Sevilla, fue inaugurada en 25 de abril de 1869.


Ocupa el lienzo izquierdo el antiguo hospital de estudiantes, hoy convertido en oficinas, cuyo remate ciñe una bella cornisa plateresca con agujas y calados, y cuyos balcones decoran varios bustos. Ábrese en el centro la entrada de medio punto, partida por un pilar y guarnecida por gótica guirnalda, figurando en su testero la efigie de Santo Tomás de Aquino y en sus enjutas la Anunciación, mientras que el blasón regio encuadrado con unas molduras consigna la procedencia del establecimiento.


Casi al tiempo de esta obra, es decir a principios del siglo XVI, emprendióse a su lado la de estudios menores, y ambas concluyeron hacia 1533; pero la portada de ellos sita en un rincón de la plazuela despliega ya de lleno las galas platerescas unidas a una admirable sencillez de pensamiento.


La bocelada curva de sus dos arcos reposa graciosamente sobre una columna aislada; tres escudos imperiales encima de la puerta dentro de nichos separados por pilastritas, acreditan el dictado de real universidad, así como el de pontificia una tiara y las cabezas de san Pedro y san Pablo que resaltan entre los adornos del friso; follajes, grecas, figuritas, medallones, todo es diminuto y primoroso, terminando en una orla de encaje en la cual parece transigieron entre sí los dos estilos.


Más allá del atrio, sobre cuya arcada interior se lee un enfático lema («Omnium scientiarum princeps Salmantica docet»; está en un medallón con varios trofeos), asoman las galerías del cuadrilongo patio, bien que desdicen de la bella arquitectura de fuera sus bajos pilares y los arcos formados de caprichosos rompimientos, que por su analogía con los de las alcovas llamaremos alcovados, cuales los presenta también un ándito superior en el de escuelas mayores. Y no parece mejor que ellos la balaustrada del XVII que arriba los circuye.


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Con tales ampliaciones aún distaba de corresponder el edificio al desarrollo que iba tomando la institución. A pesar de la competencia que le suscitó de improviso la universidad de Alcalá, nacida poderosa y viril de la cabeza del gran Cisneros; a pesar de otras veinte que brotaron del suelo español en poco más de una centuria, sobre todas descollaba siempre en importancia y esplendor la Salmantina y aun se igualaba con las más célebres de Europa.


Llegaron a setenta las cátedras y a diez mil el número de estudiantes. Apenas hay hombre ilustre en los anales de nuestro siglo de oro, en humanidades y en lenguas, en sagrada escritura y en cánones, en derecho y en medicina, y principalmente en la ciencia de Dios en que tanto sobresalían los españoles, que no se haya sentado en aquellas sillas a enseñar, y cuando no, en aquellos bancos a aprender. En los vetustos bancos que se quitaron al renovar en 1861 el salón de actos públicos, había grabados una infinidad de nombres, de los cuales un curioso se entretuvo en copiar los más insignes, que pueden verse, en el nuevo Dorado.
No sólo para las carreras literarias, para las togas y para las mitras, sino para los más altos destinos políticos y militares era aquel el punto de partida; de allí salían el osado navegante, el glorioso caudillo, el hábil diplomático, al par que el sabio religioso y el paciente investigador, y hasta mujeres extraordinarias se presentaban a disputar a los varones la palma del saber.
La más célebre fue Beatriz Galindo, denominada la Latina, hija de un profesor de la universidad, maestra y amiga de la reina Católica, a quien sobrevivió hasta 1534. Señaláronse igualmente Álvara de Alba, natural de Vitigudino, continuada en la matrícula de 1546 y autora de un tratado de matemáticas, y Cecilia Morillas, instruida en las lenguas sabias y en las vivas, en ciencias naturales y exactas, y en filosofía y teología, hasta tal punto que la consultaban sus hijos catedráticos, uno de ellos obispo de Valladolid. Casó con don Antonio Sobrino, portugués, y murió en 1581.


Con ostentosos actos solemnizaba la universidad las visitas de los reyes, con increíbles donativos los auxiliaba en sus empresas y apuros. Así lo hizo con los Reyes Católicos para la guerra de Granada, y en 1710 con Felipe V, a quien sirvió con 330,000 reales y con cien hombres que mantuvo en campaña. A su advenimiento al trono les prestaba juramento de fidelidad como corporación distinguidísima del Estado, sin enviar a cortes sus representantes.


Los papas la avisaban, por carta especial, de su elevación al solio pontificio; y con salvedad del real patronato, de que se mostraban muy celosos los más píos monarcas, le enviaron más de una vez cardenales legados que la visitaran y reformasen.


Nunca sopló en aquel recinto el viento de la novedad ni de perniciosas o aventuradas doctrinas, nunca se interpuso entre ella y la santa sede la menor nube de desconfianza; y el espectáculo imponente que presenció el claustro en 14 de junio de 1479, asistiendo a la abjuración del maestro Pedro de Osma y a la quema de su cátedra y de sus libros, no volvió a repetirse ni aun en el siglo XVI cuando tanto cundía por todas partes la cizaña del protestantismo. Versaban los errores u opiniones nuevas de Pedro de Osma acerca de la confesión y del poder del papa; era catedrático de prima de teología, colegial de San Bartolomé y canónigo; hubo procesión solemne y sermón y se purificaron según el rito eclesiástico las aulas, mas no consta que se le impusiera castigo alguno.


Sus teólogos Melchor Cano, los dos Sotos, Gallo y Salmerón, sus canonistas Covarrubias y Antonio Agustín, brillaron en el concilio de Trento como astros de primera magnitud; y de aquellos obispos españoles que tanto se distinguieron por su adhesión profunda a Roma como por su independiente firmeza y su celo reformador, de los sabios que traían consigo o que enviaba el papa o el soberano, pocos hubo que no hubiesen formado en Salamanca su espíritu y su carácter. Mandáse reunir en Salamanca el concilio provincial de la metrópoli de Santiago, que se tuvo en 1565, a fin de cumplir las disposiciones del de Trento y al cual asistieron doce prelados, «por razón de esa universidad -según le escribe Felipe II- que siendo tan insigne y célebre y en que hay tanto concurso de personas doctas de todas facultades, será de mucha importancia y ayuda para los negocios y materias que en él se han de tratar y pueden ocurrir».

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No serían estéril asunto para bocetos de costumbres las casas de huéspedes mal seguras aunque autorizadas por el claustro, las pasantías o escuelas cursatorias de los bachilleres, las mesas pupilares, las roperías para todas condiciones, las estaciones o tiendas de libros (escribe Antonio Agustín haber conocido en Salamanca cuando estudiante 52 imprentas y 84 tiendas de libros que ocupaban a 3,600 personas; aún se denomina de Libreros la calle donde está la universidad), la sopa de los conventos, las chupandinas o convites con que se compraban los votos, las aventuras nocturnas, los choques con las rondas, las reyertas o escándalos que ponían a menudo en alarma la ciudad y en peligro a la justicia. De todas las religiones acudían a las clases ordenados enjambres de coristas, de todos los colegios multitud de cursantes, recibiendo graciosos motes según su hábito o según el color del manto y beca (a los dominicos se les apodaba golondrinos, a los franciscanos pardales, a los mercenarios cigüeños, a los bernardos grullos, a los jerónimos tordos, a los de su colegio de Guadalupe chinos, a los mostenses palomos, a los del colegio de San Pelayo verderones, etc. De aquí el proverbio que “en Salamanca anidan toda clase de pájaros”). Señalábanse por su gravedad pretenciosa los colegiales mayores y por su humor marcial los de las órdenes militares, dispuestos siempre a reñir por materia de cortesías o de aceras. Ya que no por el traje, porque el manteo y el vestir semiclerical generalmente los uniformaba, distinguíanse por su carácter los manchegos y los de Tierra de Campos y León, extremeños y andaluces, portugueses y gallegos, navarros y vizcaínos y los de la coronilla Aragonesa, que formaban las ocho secciones o provincias legalmente reconocidas hasta cierto punto (esta división tuvo presente al parecer el autor de La tía fingida, sea o no Cervantes, al describir por boca de la vieja Claudia las diferentes condiciones provinciales en punto a galanteos); y añadiendo a éstas los procedentes de las Américas españolas, los franceses, flamencos e italianos en gran número atraídos por la fama de los estudios, los católicos de Irlanda y de Inglaterra que huían de la enseñanza protestante, trabajo costará creer al buen maestro Chacón acerca de la honestidad, comedimiento y disciplina casi monacal de tan promiscua juventud.
«Mucho más se aventaja -dice- esta universidad a las demás de Europa en la virtud, recogimiento, autoridad y tratamiento de los estudiantes, porque con ser todos mozos y los más nobles y principales y ricos de las tierras de donde cada uno es natural, con todo eso se halla en ellos toda la buena conciencia, comedimiento, llaneza y buen trato que se puede desear, tanto que en esto desde muy lejos se conoce el que se ha criado en aqueste estudio. Acompañan esto tanta honestidad y tanta cuenta en sus conciencias, quanta suele hallarse entre los religiosos, y será prueba de ello que el presente año (1569) han entrado muy cerca de seiscientos estudiantes de los principales en las más estrechas órdenes y religiones y muchos de ellos en los Descalzos». Con colores muy diversos nos trazan aquella estudiantina los escritores del propio siglo y del siguiente, aunque no nos sorprenden en dicha época tales contrastes de ascetismo y de licenciosidad.
Ello es que se reputaba por hazaña y no pequeña el que un simple corregidor gobernara pacíficamente tantas naciones sin alcanzar siempre a prevenir sus sangrientas escaramuzas, y que a la rígida vara apenas dejaban tregua muertes, desafíos, motines y desmanes de muchos que no venían a Salamanca a aprender leyes sino a quebrantarlas (expresión de Cervantes aplicada a otro propósito).

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No se descuidaban, sin embargo, de celar por el orden de la universidad sus coronados patronos, y de enviarle a menudo sin intervención de la Iglesia delegados y consejeros suyos que restablecieran en su rigor las constituciones o las hicieran nuevas según la necesidad de los tiempos.


Tres visitas mandó practicar Carlos V en 1529, 1538 y 1550, varias Felipe II, la una al principio de su reinado por el célebre Covarrubias y la postrera por don Juan de Zúñiga en 1594; Felipe III, que tanto gustó en 1600 de las funciones y obsequios de ella, la hizo entender no obstante cuán señor era de la misma, despachándole comisarios en 1602, 1610 y 1618, confiando temporalmente al corregidor el oficio de maestre-escuela y quitando de raíz a los escolares el derecho de votar a sus catedráticos.
A esto, dice un coetáneo que adicionó la historia de Pedro Chacón: «No se puede negar que es de mucho provecho para el sosiego de los estudiantes, pero de mucho daño para el aprovechamiento de los estudios, por no hacer caso de ellos los maestros y pretendientes, ni enseñarlos con sus avisos y letras extraordinarias que solían leerles, ni asistiéndoles a conclusiones particulares... y por lo mismo a los estudiantes no se les da nada de ellos».


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A pesar de estas reformas cuya frecuencia demuestra su ineficacia, a pesar de la energía del juez Pedro de Soria y del alcalde Amezquita, subió a su colmo en los días de Felipe IV la inmoralidad, el desenfreno, la anarquía.

La correspondencia de varios jesuitas, de 1634 a 1648, publicada en el Memorial histórico, prueba a qué punto llegó por aquellos años la insolencia estudiantil, ya arrancando a un clérigo de manos de la justicia, ya peleando entre sí andaluces y vizcaínos, ya cometiéndose en corto período hasta cuarenta y seis muertes impunes, ya matando públicamente a una mujer a pelladas de nieve con horribles e inauditas circunstancias y haciendo pasar a la autoridad por las mayores afrentas.
No serían menores los atentados que reclamaron en enero de 1645 la presencia del severo alcalde de casa y corte don Pedro de Amezquita, que para castigarlos debidamente hizo venir de Ciudad Rodrigo un tercio de soldados. Había sido ya corregidor de la ciudad en 1637, pues en el archivo municipal consta una acta de 6 de marzo referente a los excesos e inquietudes de los estudiantes, en la que se le suplica vaya a dar cuenta de ellos a S. M. y a pedir remedio para lo sucesivo.


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Coincidió o más bien resultó de aquí la decadencia de los estudios, que dándose la mano con la intelectual y política de España en aquel siglo, redujo bien pronto su crédito y su concurrencia a una sombra de lo que fueron. El rancio escolasticismo, las estériles sutilezas, el gusto depravado que allí reinaba, eran objeto de la mofa de los extranjeros, cuando los primeros Borbones emprendieron su regeneración. No sin hallar fuerte resistencia interior, secundaron el impulso del gobierno desde la mitad del XVIII el matemático-astrólogo Diego de Torres, el erudito Pérez Bayer, los ilustrados obispos Bertrán y Tavira, y al rededor del suave Meléndez Valdés, que convirtió en Arcadia las riberas del Tormes, una pléyade de poetas, críticos y periodistas. Entonces reverdeció la universidad, produciendo flores literarias más bien que espontáneos frutos de nutritiva ciencia.


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En la parte artística ciñóse la época de Carlos III a renovar la capilla, sustituyendo la filigrana del primitivo altar con los ricos mármoles del presente y las pinturas de Gallego con otras de un oscuro italiano.


No sabemos si a la sazón se rehicieron también los arcos del patio principal que no tienen estilo ni carácter, pero se conservó el suyo a las inscripciones latinas, puestas al rededor sucesivamente desde el siglo XVI en adelante en elogio de las ciencias y de los reyes protectores de aquel emporio, copiándolas con ligeras variantes.


Los reyes que en el claustro figuran pintados de claro-oscuro son Alfonso IX, Fernando III, Alfonso X, los Reyes Católicos, Felipe III y su esposa Margarita, Carlos II y Felipe V. Los dísticos dedicados a los últimos son conceptuosos y aun revesados conforme a su tiempo, lo mismo que la inscripción puesta en memoria del papa Luna; los más antiguos los compuso el humanista Fernán Pérez de Oliva, tío del célebre Ambrosio de Morales, y algunos modificó el maestro Juan de Dios González, como el que atrás insertamos sobre la fundación de la universidad. Por muestra de ellos pondremos aquí el referente a la astronomía:
«Sidera, terra, fretum caelo clauduntur, at ipsum
Humano mirum! clauditur ingenio».


Formáronse proyectos de ensanche, cuyo abandono celebramos si habían de costar la demolición de las obras de los reyes Católicos y de Carlos V, por más que no basten ellas para dar al edificio, grupo de fábricas sin unidad ni magnificencia, la índole monumental que a su historia corresponde.


Se decoró la vieja cátedra de cánones destinada a salón de actos o paraninfo, y su mejor adorno es la gloria de los nombres que como estrellas distribuidas por ciclos tachonan sus bóvedas, y de los medallones que penden de sus arranques.
De la antesala de la biblioteca se han trasladado a dicho salón los retratos de los reyes de la casa de Austria y de la de Borbón.
Las cinco bóvedas de la estancia, repartidas por facultades, contienen cada una en círculos azules con letras doradas doce nombres de los más distinguidos en su respectiva esfera, resumiendo así las celebridades de la universidad.
Los bustos de los ocho medallones representan a los más sobresalientes.


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Por su construcción aventajan a la universidad los famosos colegios mayores, así como un tiempo quisieron prevalecer sobre ella en grandeza y categoría.
Cuatro había de esta clase en Salamanca, el de San Bartolomé, el de Cuenca, el de Oviedo y el del Arzobispo, que con el de Santa Cruz de Valladolid y el de San Ildefonso de Alcalá componían los seis únicos de España; su objeto no tanto era formar estudiantes como hombres consumados en teología y cánones, que no salían del colegio sino para algún puesto eminente de la carrera eclesiástica o civil.


Nació el primero hacia 1401 junto al palacio episcopal de don Diego de Anaya, tomó el nombre de San Bartolomé el Viejo de una parroquia que había existido en el siglo XII en las casas a donde el prelado lo trasladó más adelante, y, habilitado brevemente el edificio, abrió sus puertas por la navidad de 1417 a los noveles colegiales, entre ellos a dos hijos del fundador. Generalmente se ha creído que este colegio se apellidó el Viejo por ser el más antiguo, pero el dictado iba unido al título mismo de la parroquia para distinguirla de otra de San Bartolomé que se fundó algo posteriormente, hasta que con el tiempo en vez de colegio de San Bartolomé el Viejo se dijo colegio Viejo de San Bartolomé.
Después de ver y estudiar en Bolonia el que había erigido para los españoles el cardenal Albornoz, trazó Anaya las constituciones del suyo: instituyó quince becas y dos capellanías para personas de buena opinión y limpia sangre, que no fuesen de la ciudad ni de cinco leguas en contorno, ni tuvieran bienes con que sustentarse; pero lo dotó tan espléndidamente hasta nombrarlo heredero de sus bienes y de sus libros, patrono de iglesias y señor de pueblos, montólo con tal aparato de servidumbre, impetróle tales gracias y privilegios de Benedicto XIII y Martino V, que hizo harto difícil el sostenimiento de sus bases, la humildad y la pobreza. Sabios no obstante como el Tostado, santos como Juan de Sahagún, fueron las primicias del fecundo plantel, cuyo crédito se difundió en breve por toda la monarquía.

El cardenal Mendoza para su fundación de Valladolid, Cisneros para la suya de Alcalá, los creadores de los otros tres colegios del mismo rango en Salamanca, tomaron de aquel modelo las reglas y aun en parte el personal; y a pesar de la antipatía asaz previsora del Rey Católico a semejantes institutos, los cinco brotaron uno tras otro en el período de cuarenta años, de 1480 a 1521.

Todos recibieron del Viejo, al par que sus elementos de prosperidad, el germen de su degeneración.
Para contenerlo el emperador prescribió a severos visitadores su reforma, merced a la cual alcanzaron bajo su reinado el desarrollo y pujanza de la edad viril.
Cardenales, arzobispos, obispos, padres del concilio de Trento, grandes inquisidores, gobernadores de reino, virreyes, capitanes generales, títulos de Castilla, presidentes de consejo y de chancillería, embajadores, magistrados, recordaban con cariño el manto y beca, a la cual tal vez debían como prenda de capacidad el principio de su fortuna, y por espíritu de corporación no siempre acorde con el de justicia se empeñaban en favorecer a sus compañeros y sucesores de colegio. De donde vino el adagio que todo el mundo está lleno de Bartolomicos.
El ejemplo estimulaba la ambición, y a vista del pomposo catálogo de los dignatarios procedentes de la casa, llegaron a creerse patrimonio exclusivo de ella las dignidades de la iglesia y del estado: sus teólogos se desdeñaban ya de ser párrocos, y de ser abogados sus juristas, desechando como indigno al que se rebajase a ejercer su profesión; y no sólo lograron avasallar la universidad con el monopolio de sus cátedras y con sus desmedidas exigencias, sino las mismas catedrales, donde ningún cabildo se atrevía a desairar a un colegial opositor por miedo a sus poderosos valedores.

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Las cátedras se proveían por turno en un individuo de los cuatro colegios mayores, y la quinta en un colegial menor o manteista. De las etiquetas y cuestiones que suscitaban aquellos a la universidad, hasta en las exequias y recibimientos de príncipes, están llenos los anales del XVII y XVIII.
Ya no se exigía para la admisión honestidad de costumbres y de familia, sino heráldica información de nobleza, no acreditar la pobreza del aspirante sino más bien una renta de diez mil ducados, porque algo había de costar aquella especie de candidatura para los más altos destinos: las cábalas, el soborno, la recomendación de elevados personajes y aun de los mismos reyes, decidían la elección más que las dotes del elegido. Por la ancha brecha abierta en los estatutos a fuerza de dispensas, penetraron el fausto, la ociosidad, el juego, la corrupción; hízose irrisoria la clausura; y los castillos roqueros erigidos en defensa de la fe, los criaderos de varones ilustres, los albergues de Minerva en el siglo XVI, vinieron a ser a mediados del XVIII receptáculo de vicios donde desperdiciaban el pan de los pobres los ricos y privilegiados.
Emprendió regenerarlos Carlos III poblándolos de alumnos aplicados y sin recursos mediante oposición rigurosa; pero no arrastraron más que una raquítica existencia, tan dañadas estaban las raíces mismas de la institución.


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Sobrevivieron dos de sus edificios, los otros dos perecieron en la guerra con los franceses.

Con la reforma del colegio de San Bartolomé coincidió o la precedió de muy pocos años una reconstrucción no menos radical, como si hubiese querido dejar un monumento de su agonizante opulencia.
Teniendo a un lado la pesada cúpula y churrigueresca portada de su capilla, antes parroquia de San Sebastián, y al otro la renovada hospedería, se consideró deslucida la vieja fábrica de la cual no ha quedado noticia alguna; y por los diseños del ingeniero Hermosilla o más bien bajo la dirección del arquitecto Sagarvinaga se levantó en ocho años la grande obra, costando cerca de dos millones de reales. Frente a la afiligranada mole de la catedral, por cima de los tiernos arbustos de un ameno jardín y asentado sobre anchurosa gradería, tiene algo de la sencilla majestad de la arquitectura griega aquel pórtico de cuatro grandiosas columnas corintias y de frontón triangular, que ocupa el centro de la fachada adornada de balcones, empezando desde la cornisa de este primer cuerpo otro segundo con idénticas aberturas, y descollando en medio de la balaustrada que lo corona el escudo del fundador Anaya.

En el distrito de poniente, osario hoy día de templos y comunidades destruidas que han mezclado allí sus despojos, se alzaban uno al lado de otro los colegios denominados de Cuenca y de Oviedo por la respectiva diócesis de los obispos que los fundaron.

Fue el de Cuenca don Diego Ramírez de Villaescusa, docto escritor, prudente consejero en la corte y generoso prelado en las varias iglesias que rigió, quien hacia los primeros años del 1500, nombrado visitador de la universidad, dio principio a su establecimiento a semejanza del de San Bartolomé donde se había criado, dedicándolo a Santiago apóstol.

El de Oviedo fue don Diego de Muros, impugnador de Lutero y padre de los pobres, y creó en 1517 su colegio bajo la advocación de San Salvador.

Entrambos edificios pertenecían al estilo gótico-plateresco de su época. En uno y otro introdujo dispendiosas monstruosidades el churriguerismo.

Con más fortuna el colegio del arzobispo ostenta sobre una altura a la misma parte de la ciudad la magnífica estructura que le dio su fundador don Alfonso de Fonseca, prelado que fue sucesivamente de Santiago y de Toledo, hijo del patriarca de su mismo nombre y descendiente de una ilustre familia de Salamanca. Abriéronse en 1521 sus cimientos; trazó su gótica capilla y su claustro plateresco Pedro de Ibarra, pintó y labró el retablo Berruguete, delineó la portada Alonso de Covarrubias, maestro de la catedral de Toledo y padre del célebre canonista, uno de los primeros que ensayó en la península la imitación de la arquitectura romana. Con efecto, sus ocho columnas jónicas distribuidas en dos órdenes, su cornisamento y la balaustrada en que termina con el medallón de Santiago su patrono y los escudos arzobispales de las cinco estrellas, indican bastante estudio de la antigüedad; al paso que la gran fachada de sillería en que está enclavado el portal, puesta sobre ancha lonja con doble escalinata, corresponde al gótico reformado, asomando en el centro la cuadrada cúpula de la capilla. Dentro, en el fondo campea el retablo, que acredita que su inmortal autor abarcó las tres nobles artes. En medio de esta iglesia más que capilla quiso ser enterrado bajo una simple lápida de mármol el emprendedor arzobispo. En su catedral de Toledo y en su palacio de Alcalá de Henares hizo grandes obras este magnánimo arzobispo. A los naturales de Salamanca les libertó de impuestos comprando tanta renta cuanta fuese menester para pagar por todos, en agradecimiento de lo cual la ciudad en ciertos días del año iba en procesión a su capilla y se toreaban dos novillos en el patio.


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A los colegios mayores disputaban la primacía los cuatro colegios de las órdenes militares, establecidos no sin oposición de aquellos en época muy inmediata y casi a un tiempo:
En 1534 el de San Juan por el gran prior don Diego de Toledo, en el mismo año el de Santiago o del Rey llamado así por haber nacido bajo los auspicios de Carlos V con ocasión de visitar la ciudad, en 1552 el de Alcántara y el de Calatrava.

Aunque instituidos principalmente para freiles clérigos, no podían menos de participar del carácter altivo y de las pretensiones aristocráticas de su milicia, de reclamar las prerrogativas y exenciones y hacer alarde de la pompa y aparato de que les daban ejemplo sus rivales.

El de Santiago, honrado con la residencia del insigne Arias Montano, a fin de labrarse una morada correspondiente, había pedido sus planos en 1566 al maestro de la catedral Rodrigo Gil de Hontañón, según los cuales se levantó su fachada meridional con dos torres; pero hasta 1625 no se llevó adelante la comenzada obra conforme a la severa traza de Juan Gómez de Mora, que ejecutó Juan Moreno respecto del pretil que mira al río, y que la constituyó modelo de perfecta regularidad, aunque desfigurada más tarde por una capilla churrigueresca. De los destrozos del sitio de la Independencia, a pesar de la restauración intentada después, no se libraron sino restos del dórico patio rodeado de dos órdenes de columnas sin pedestales.

En aquellos días aciagos desaparecieron del todo, como incluidos en la zona más devastada, el colegio de San Juan y el de Alcántara.

Resta a espaldas de San Esteban el grandioso colegio de Calatrava. En la portada del centro figura la efigie del santo abad de Fitero colocada en el nicho superior y dos guerreros de relieve que la custodian desplegando la bandera de la orden. El despejado y desnudo patio, la escalera espléndida, la vasta capilla, desmantelada ahora de sus pinturas y retablos, todo por dentro se enmendó o se rehízo no sin intervención de Jovellanos como visitador del colegio; pero es de temer que su reforma artística no sea tan estéril para la duración del edificio como lo fue la de los estatutos para prolongar la vida de la institución.


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Menores en rentas, en esplendor, en el número de plazas, mas no tocante al objeto de su fundación, brillaban en segunda línea numerosos colegios menores, produciendo cada uno hombres notables en saber y en dignidad.

A todos y hasta al de San Bartolomé precedía en años el erigido en 1386 por don Gutierre de Toledo, obispo de Oviedo, en la feligresía de San Adrián, titulado vulgarmente de Pan y carbón por las rentas que percibía sobre el impuesto de dichos artículos, no poco menguadas con el tiempo.

Para sustentar diez y seis estudiantes pobres con las sobras de su mesa, establecieron los opulentos colegiales de San Bartolomé en su hospedería el de San Pedro y San Pablo.

Coetáneamente con los mayores fueron creados otros tres. A lo largo del siglo XVI se fundaron otros cuatro. Todos se aniquilaron por completo sin dejar rastro, y preciso es decirlo, sin notable pérdida para las artes.
Para vencer la resistencia de todos los indicados y de la misma ciudad a la creación de otros nuevos, se necesitó la firmeza del octogenario inquisidor general don Fernando Valdés y su ascendiente sobre Felipe II.

Añadiéronse otros colegios. Extinguidos los jesuitas, se erigió el seminario conciliar.

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